
Clavados en un bar: artistas entre el escenario y la barra fija

Eric Jiménez, batería de Los Planetas, y David Carabén, cantante de Mishima, relatan su experiencia combinando su carrera musical con la gestión de bares.
Sin conciertos a la vista y con los discos convertidos en poco más que vistosos posavasos que apenas generan ingresos, Eric Jiménez ha pasado de maldecir el día en que se le ocurrió abrir un bar en la calle Escuela de Granada, a tocar de la Facultad de Derecho y de la tienda de discos Bora-Bora, a agarrarse a la barra como a un clavo ardiendo. «Hace unos meses, cuando me entrevistaron para el programa 'Banana Split' de La2, dije que abrir el bar era lo peor que había hecho en mi vida. Ahora puede ser lo que me salve», explica Jiménez, batería de Los Planetas y Los Evangelistas y Keith Moon patrio gracias al nervio con el que sacude platos y timbales.
Jiménez, antiguo miembro también de Lagartija Nick, formación de culto que sitúo la ciudad andaluza en el mapa de la música independiente, decidió pasarse al otro lado de la barra en 2013 y abrir El Bar de Eric, un «bar bonito y de diseño, con alma de museo del rock», como se anunció entonces, que permitía seguir el rastro de Joe Strummer por la ciudad o tomarse una caña bajo la atenta mirada de Enrique Morente. «Desconocía completamente las ganancias del negocio. Llevo ocho años ya con el bar y da para pagar a la gente que trabaja», reconoce ahora el músico, a quien la pandemia, la falta de conciertos y la consiguiente caída de ingresos ha llevado a volcarse aún más con el local. «Antes de la pandemia sólo pasaba el fin de semana, no trabajaba. Ahora en cambio estoy continuamente ahí. Estamos mi mujer, los trabajadores y yo», explica.

El de Jiménez no es, ni mucho menos, un caso aislado entre las esferas artísticas: Joaquín Sabina abrió a mediados de los noventa el restaurante mexicano La Mordida y Enrique Iglesias hizo lo propio con Tatel en 2017, pero eso sería, nunca mejor dicho, otra división. Nada que ver, en cualquier caso, con el trabajo a pie de calle de un músico que asegura sentirse «en el limbo». «Como músico no podría pedir ayuda, porque tengo una S.L. con el bar, y por la parte del bar, al no ser mi ocupación principal, pues tampoco», relata el batería.
A la espera de ver qué ocurre en los próximos días («ahora los bares están amenazados, así que me ha tocado por los dos lados», lamenta), el músico granadino tiene el consuelo de haber creado un espacio de visita prácticamente obligada para todos los amantes de la música pop. «A veces me siento un poco como la Virgen de Lourdes, pero yo no hago milagros», bromea. «Es reconfortante, porque rompe la distancia que hay en los escenarios y puedes ver el cariño de la gente y conocer al público», añade. Luego, claro, están los quebraderos de cabeza y los constantes encajes de bolillos. «Está todo pensado para que no salgan los números nunca. Sólo funciona si lo tienes lleno las 12 horas que está abierto. Y eso es imposible», destaca.
Más de 10.000 locales en Barcelona capital para tomar un café, una cerveza, comer…
Cócteles a todo ritmo
En Barcelona, el líder y cantante de Mishima, David Carabén, abrió en 2017 junto a su mujer La Javanesa, un local nacido bajo la influencia de Serge Gainsbourg y de las coctelerías de Manhattan que sobrevive en el barrio de Les Corts a pesar del confinamiento y el toque de queda. «Entramos en números negros por primer vez hace quince días aunque, claro, ahora ya estamos otra vez en números rojos», explica Carabén.
El cantante confiesa que el día que decidió abrir un bar sus amigos ya le dijeron que no vería ni un duro («es otro más de los ruinosos proyectos los que me he embarcado», bromea), pero la experiencia, asegura, no ha podido ser más gratificante. «Un buen bar, como un buen concierto, es un chute de energía vital muy importante», subraya. Y ahora que nos falta tanto lo primero como lo segundo, razón de más para entregarse a las propiedades espirituosas y lubricantes de una barra maciza y, ya puestos, de un vistoso piano como el de La Javanesa.
«Para mí siempre había sido como una fantasía esto de tener un bar», reconoce Carabén, a quien la pasión por el bullicio nocturno y el tintinear de copas le viene de lejos. Tanto es así que en un bar, el Barcelona Rouge, empezó la historia de Mishima. «Yo trabajaba de camarero y portero y también pinchaba discos. Fue así como conocí a Óscar d'Aniello y nació la banda», relata. Ahora, más de veinte años después de aquello, Carabén reparte su tiempo entre Mishima, el periodismo y, claro, La Javanesa. En su caso, no ha llegado a ponerse detrás de la barra, pero sí que podría decir que es una extensión de su oficina, aunque sea de una manera metafórica. «Para alguien que escribe canciones, todo lo que ocurre en un bar es muy enriquecedor», apunta.
«Entramos en números negros por primer vez hace quince días aunque, claro, ahora ya estamos otra vez en números rojos», explica Carabén
Buena prueba de ello es la discografía de Mishima, salpicada de referencias a brebajes y locales, y la propia idea de bar de barrio y coctelería abierta hacia fuera que defiende Carabén. «Si nos hemos salvado es precisamente por estar dónde estamos y no depender del turismo -explica-. En el centro, además de que pagar una licencia es imposible, habríamos tenido que cerrar».
También en Barcelona, el escritor Pedro Zarraluki regenta desde hace años el Café Salambó, acaso el último intento serio de dotar a la capital catalana de un café literario de postín; y el músico Artur Estrada, de Nueva Vulcano, está detrás de Vol, sala de conciertos que viene a recoger el testigo del recoleto Heliogàbal. Dos ejemplos más de cómo la sinergias culturales pueden acabar dando pie a empresas si no exitosas por lo menos sí que relevantes y necesarias.