
La barra mítica del Comercial

En el Café Comercial tuvo podio de quietud Antonio Machado, y ahí escribía, hasta hace no tanto, durante las largas tardes pacíficas, el poeta Tomás Segovia, quizá el último poeta que se iba a perpetrar endecasílabos en medio del folclore de diversa tribu de quienes va a merendar. Hablamos del más antiguo Café de Madrid, más allá del Gran Café de Gijón, o del café Pombo, donde hacía equilibrismo de bohemia Gómez de la Serna, o del café Lyon, donde César González Ruano asentó su oficina de escribiente.
El Comercial siempre superó su carácter de gran café de tertulia, con prólogo o epílogo en la mítica barra de medio desperezo, una barra de tapeo que se abisma desde los ventanales gigantes a la Glorieta de Bilbao, donde sucede a todas horas el gentío más o menos alborotado que va a Malasaña, o viene de Chueca. De modo que el café Comercial siempre ha sido un cruce de café y barra, de tertulia y cita, de vermú de tránsito y coñac de demora, todo presenciado por una puerta giratoria de acceso o salida, la misma gloriosa puerta giratoria que un día atravesaban Gabriel Celaya o Blas de Otero, en dúo conspiratorio, o bien Leopoldo María Panero, solo como una lápida, que solía llegar al local ya borracho de otros sitios. «Bibir es beber con los que viven», eso arriesga un verso de pericia del poeta Rafael Soler, que no es sólo un lujo de decoración sino el lema alto de un templo de la vida mejor, que incluye bodega. Soler, por cierto, es culpable de la resurrección de El Comercial, que cerró en el verano del 2015, insólitamente, para reabrir dos años después. El empujó un proyecto de renovación que hoy funciona espléndido.
El café Comercial siempre ha sido un cruce de café y barra, de tertulia y cita, de vermú de tránsito y coñac de demora
El nuevo Comercial conserva los lujos de antaño, que preservan así cierta intimidad «parisina», con butacas bajas y ventanales promiscuos, pero aporta un costado de cervecería castiza y el rejuvenecimento de la barra de ajetreo, una reliquia de monumento que aguanta desde el mismísimo Madrid de Valle Inclán, cuando la ciudad era «brillante, absurda y hambrienta». Se da en el Comercial una doble vida infrecuente en locales de su género, porque prosigue la costumbre encalmada de los atardeceres literarios, pero entra también en su espacio todo el sol descerrajado del Madrid ocioso, durante el día, como un convidado de optimismo y por sorpresa a una barra de buen aperitivo y cerveza del foro. Es un monumento con barra al sol. En la planta superior ha cogido auge una tarima de escena donde se suceden las presentaciones de libros y los conciertos de fineza, aunque ahora el programa esté detenido, por la barbarie del covid, que todo lo sepulta.
Uno ve en El Comercial un local puntero y con clima de un Madrid a cualquier hora. Reúne la alegría del bar, y la media luz de la conversación. Fue sitio de la cita de adúlteros, a la hora de la siesta, tan española, y guarida de Francisco Umbral, Rafael Sánchez Ferlosio, y demás golfemia de ley. Hoy piden ahí mahou con patatas las bachilleras de pelo de espray y los pipiolos con aspaviento en instagram. Los modernos de vino blanco se cruzan con quienes ahí van desde antaño a jugar al ajedrez de las siete de la tarde.