Más que por caer en semifinales, por la forma de hacerlo. Para Brasil este torneo se había convertido en algo más que un Mundial de fútbol. Se trataba de una cuestión de Estado. La pentacampeona del mundo iba jugar su torneo predilecto, aquel que forma parte del ADN brasileño, en su propia casa. La anfitriona se las prometía muy felices a medida que iba ganando sin pena ni gloria, con poco o nada de fútbol. Simplemente, por puro azar del destino. Comenzó derrotando con polémica a Croacia (3-1), cabalgó por la tierra del despiste contra México (0-0), y se aprovechó de la débil selección de Camerún (4-1).
Los octavos de final contra Chile empezaron a tejer un manto de dudas en el testarudo corazón brasileño (0-0 y victoria por penaltis), que hasta entonces había conseguido engatusar al cerebro y convencerlo de que proclamarse campeones no era, a pesar del fútbol ofrecido, ni mucho menos una utopía. Una vez recuperados del susto del encuentro anterior, se enfrentaron en cuartos frente a Colombia, una de las grandes revelaciones del torneo y cuya trayectoria se contaba con pleno de victorias.
Despertaron de su sueño en las semifinales frente a Alemania, donde recibieron siete puñaladas que destrozaron su ganas y su alma. Un mar de lágrimas recorrió entonces Brasil. «El Mineirazo», así se conoció a esa derrota. Desde entonces, junto al «Maracanazo», una nueva leyenda se había forjado. Y, al igual que una condena eterna, desde ahora formará parte de la historia negra brasileña.