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4. A todas las Iglesias, tanto de Oriente como de Occidente, llega el grito de los hombres de hoy que quieren encontrar un sentido a su vida. Nosotros percibimos en ese grito la invocación de quien busca al Padre olvidado y perdido (cfr. Lc 15, 18-20; Jn 14, 8). Las mujeres y los hombres de hoy nos piden que les mostremos a Cristo, que conoce al Padre y nos lo ha revelado (cfr. Jn 8, 55; 14, 8-11). Dejándonos interpelar por las demandas del mundo, escuchándolas con humildad y ternura, con plena solidaridad hacia quien las hace, estamos llamados a mostrar con palabras y gestos de hoy las inmensas riquezas que nuestras Iglesias conservan en los cofres de sus tradiciones. Aprendemos del mismo Señor quien, a lo largo del camino, se detenía entre la gente, la escuchaba, se conmovía cuando los veía «como ovejas sin pastor» (Mt 9, 36; cfr. Mc 6, 34). De él debemos aprender esa mirada de amor con la que reconciliaba a los hombres con el Padre y consigo mismos, comunicándoles la única fuerza capaz de sanar a todo el hombre.

Frente a esta llamada, las Iglesias de Oriente y de Occidente están invitadas a concentrarse en lo esencial: «No podemos presentarnos ante Cristo, Señor de la historia tan divididos como, por desgracia, nos hemos hallado durante el segundo milenio. Esas divisiones deben dar paso al acercamiento y a la concordia; hay que cicatrizar las heridas en el camino de la unidad de los cristianos»(9).

Más allá de nuestras fragilidades debemos dirigirnos a Él, único Maestro, participando en su muerte, a fin de purificarnos de ese celoso apego a los sentimientos y a los recuerdos no de las maravillas que Dios ha obrado en favor nuestro, sino de los acontecimientos humanos de un pasado que pesa aún con fuerza sobre nuestros corazones. El Espíritu vuelva límpida nuestra mirada, para que, todos juntos, podamos caminar hacia el hombre contemporáneo que espera el gozoso anuncio. Si ante las expectativas y los sufrimientos del mundo damos una respuesta unánime, iluminadora y vivificante, contribuiremos de verdad a un anuncio más eficaz del Evangelio entre los hombres de nuestro tiempo.

I

CONOCER EL ORIENTE CRISTIANO
UNA EXPERIENCIA DE FE

5. «En Oriente y en Occidente se han seguido diversos pasos y métodos en la investigación de la verdad revelada para conocer y confesar lo divino. No hay que admirarse, pues, de que a veces unos hayan captado mejor que otros y expongan con mayor claridad algunos aspectos del misterio revelado, de manera que hay que reconocer que con frecuencia las varias fórmulas teológicas, más que oponerse, se complementan entre sí»(10).

Llevando en el corazón las demandas, las aspiraciones y las experiencias a las que he aludido, mi pensamiento se dirige al patrimonio cristiano de Oriente. No pretendo describirlo ni interpretarlo: me pongo a la escucha de las Iglesias de Oriente que sé que son intérpretes vivas del tesoro tradicional conservado por ellas. Al contemplarlo vienen a mi mente elementos de gran significado para una comprensión más plena e íntegra de la experiencia cristiana y, por tanto, para dar una respuesta cristiana más completa a las expectativas de los hombres y las mujeres de hoy. En efecto, con respecto a cualquier otra cultura, el Oriente cristiano desempeña un papel único y privilegiado, por ser el marco originario de la Iglesia primitiva.

La tradición oriental cristiana implica un modo de acoger, comprender y vivir la fe en el Señor Jesús. En este sentido, está muy cerca de la tradición cristiana de Occidente que nace y se alimenta de la misma fe. Con todo, se diferencia también de ella, legítima y admirablemente, puesto que el cristiano oriental tiene un modo propio de sentir y de comprender, y, por tanto, también un modo original de vivir su relación con el Salvador. Quiero aquí acercarme con respeto y reverencia al acto de adoración que expresan esas Iglesias, sin tratar de detenerme en algún punto teológico específico, surgido a lo largo de los siglos en oposición polémica durante el debate entre Occidentales y Orientales.

Ya desde sus orígenes, el Oriente cristiano se muestra multiforme en su interior, capaz de asumir los rasgos característicos de cada cultura y con sumo respeto a cada comunidad particular. No podemos por menos de agradecer a Dios, con profunda emoción, la admirable variedad con que nos ha permitido formar, con teselas diversas, un mosaico tan rico y hermoso.

6. Hay algunos rasgos de la tradición espiritual y teológica, comunes a las diversas Iglesias de Oriente, que caracterizan su sensibilidad con respecto a las formas asumidas por la transmisión del Evangelio en las tierras de Occidente. Así los sintetiza el Vaticano II: «Todos conocen también con cuánto amor los cristianos orientales realizan el culto litúrgico, principalmente la celebración eucarística, fuente de la vida de la Iglesia y prenda de la gloria futura, por la cual los fieles, unidos al Obispo, al tener acceso a Dios Padre por medio de su Hijo, el Verbo encarnado, que padeció y fue glorificado, en la efusión del Espíritu Santo, consiguen la comunión con la santísima Trinidad, hechos "partícipes de la naturaleza divina" (2 P 1, 4)»(11).

En esos rasgos se perfila la visión oriental del cristiano, cuyo fin es la participación en la naturaleza divina mediante la comunión en el misterio de la santísima Trinidad. Con ellos se delinean la «monarquía» del Padre y la concepción de la salvación según la economía, como la presenta la teología oriental después de san Ireneo de Lión y como se difunde entre los Padres capadocios(12).

La participación en la vida trinitaria se realiza a través de la liturgia y, de modo especial, la Eucaristía, misterio de comunión con el cuerpo glorificado de Cristo, semilla de inmortalidad(13). En la divinización y sobre todo en los sacramentos la teología oriental atribuye un papel muy particular al Espíritu Santo: por el poder del Espíritu que habita en el hombre la deificación comienza ya en la tierra, la criatura es transfigurada y se inaugura el Reino de Dios.

La enseñanza de los Padres capadocios sobre la divinización ha pasado a la tradición de todas las Iglesias orientales y constituye parte de su patrimonio común. Se puede resumir en el pensamiento ya expresado por san Ireneo al final del siglo II: Dios ha pasado al hombre para que el hombre pase a Dios(14). Esta teología de la divinización sigue siendo uno de los logros más apreciados por el pensamiento cristiano oriental(15).

En este camino de divinización nos preceden aquellos a quienes la gracia y el esfuerzo por la senda del bien hizo «muy semejantes» a Cristo: los mártires y los santos(16). Y entre éstos ocupa un lugar muy particular la Virgen María, de la que brotó el Vástago de Jesé (cfr. Is 11, 1). Su figura no es sólo la Madre que nos espera sino también la Purísima que -como realización de tantas prefiguraciones veterotestamentarias- es icono de la Iglesia, símbolo y anticipación de la humanidad transfigurada por la gracia, modelo y esperanza segura para cuantos avanzan hacia la Jerusalén del cielo(17).

Aun acentuando fuertemente el realismo trinitario y su implicación en la vida sacramental, el Oriente vincula la fe en la unidad de la naturaleza divina con la inconoscibilidad de la esencia divina. Los Padres orientales afirman siempre que es imposible saber lo que es Dios; sólo se puede saber que Él existe, pues se ha revelado en la historia de la salvación como Padre, Hijo y Espíritu Santo(18).

Este sentido de la inefable realidad divina se refleja en la celebración litúrgica, donde todos los fieles del Oriente cristiano perciben tan profundamente el sentido del misterio.

«Existen también en Oriente las riquezas de aquellas tradiciones espirituales que encontraron su expresión principalmente en el monaquismo. Pues allí, desde los tiempos gloriosos de los Santos Padres, floreció aquella espiritualidad monástica, que se extendió luego a Occidente y de la cual procede, como de su fuente, la institución religiosa de los latinos, y que más tarde recibió también del Oriente nuevo vigor. Por lo cual, se recomienda encarecidamente que los católicos se acerquen con mayor frecuencia a estas riquezas espirituales de los Padres orientales que elevan a todo el hombre a la contemplación de lo divino»(19).

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