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CARTA APOSTÓLICA ORIENTALE LUMEN DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II AL EPISCOPADO, AL CLERO Y A LOS FIELES CON OCASIÓN DEL CENTENARIO DE LA ORIENTALIUM DIGNITAS DEL PAPA LEÓN XIII

Venerados Hermanos,
Amadísimos Hijos e Hijas de la Iglesia

1. La luz del Oriente (ORIENTALE LUMEN) ha iluminado a la Iglesia universal, desde que apareció sobre nosotros «una Luz de la altura» (Lc 1, 78), Jesucristo, nuestro Señor, a quien todos los cristianos invocan como Redentor del hombre y esperanza del mundo.

Esa luz inspiró a mi Predecesor el Papa León XIII la Carta Apostólica Orientalium Dignitas con la que quiso defender el significado de las Tradiciones orientales para toda la Iglesia(1).

Con ocasión del centenario de ese acontecimiento y de las iniciativas contemporáneas con las que ese Pontífice deseaba favorecer la reconstrucción de la unidad con todos los cristianos de Oriente, he querido que ese llamamiento, enriquecido por las numerosas experiencias de conocimiento y de encuentro que se han llevado a cabo en este último siglo, se dirigiera a la Iglesia católica.

En efecto, dado que creemos que la venerable y antigua tradición de las Iglesias Orientales forma parte integrante del patrimonio de la Iglesia de Cristo, la primera necesidad que tienen los católicos consiste en conocerla para poderse alimentar de ella y favorecer, cada uno en la medida de sus posibilidades, el proceso de la unidad.

Nuestros hermanos orientales católicos tienen plena conciencia de ser, junto con los hermanos ortodoxos, los portadores vivos de esa tradición. Es necesario que también los hijos de la Iglesia católica de tradición latina puedan conocer con plenitud ese tesoro y sentir así, al igual que el Papa, el anhelo de que se restituya a la Iglesia y al mundo la plena manifestación de la catolicidad de la Iglesia, expresada no por una sola tradición, ni mucho menos por una comunidad contra la otra; y el anhelo de que también todos nosotros podamos gozar plenamente de ese patrimonio indiviso, y revelado por Dios, de la Iglesia universal(2) que se conserva y crece tanto en la vida de las Iglesias de Oriente como en las de Occidente.

2. Mi mirada se dirige al Orientale Lumen que brilla desde Jerusalén (cfr. Is 60, 1; Ap 21, 10), la ciudad en la que el Verbo de Dios, hecho hombre por nuestra salvación, judío «nacido del linaje de David» (Rm 1, 3; 2 Tm 2, 8), murió y fue resucitado. En esa ciudad santa, al llegar el día de Pentecostés «estando todos reunidos en un mismo lugar» (Hch 2, 1), el Espíritu Paráclito fue enviado a María y a los discípulos. Desde allí la Buena Nueva se difundió por el mundo porque, llenos del Espíritu Santo, «predicaban la Palabra de Dios con valentía» (Hch 4, 31). Desde allí, desde la madre de todas las Iglesias(3), se predicó el Evangelio a todas las naciones, muchas de las cuales se glorían de haber tenido a uno de los apóstoles como primer testigo del Señor(4). En esa ciudad las culturas y las tradiciones más diversas convivieron en el nombre del único Dios, (cfr. Hch 2, 9-11). Al recordarla con nostalgia y gratitud encontramos la fuerza y el entusiasmo para intensificar la búsqueda de la armonía en la autenticidad y pluriformidad que sigue siendo el ideal de la Iglesia(5).

3. Un Papa, hijo de un pueblo eslavo, siente de forma particular en su corazón la llamada de esos pueblos hacia los que se dirigieron los dos santos hermanos Cirilo y Metodio, ejemplo glorioso de apóstoles de la unidad, que supieron anunciar a Cristo en la búsqueda de la comunión entre Oriente y Occidente, a pesar de las dificultades que ya por entonces enfrentaban a los dos mundos. En varias ocasiones he destacado el ejemplo de la labor que llevaron a cabo(6), también dirigiéndome a los que son sus hijos en la fe y en la cultura.

Estas consideraciones quieren ahora ensancharse hasta abrazar a todas las Iglesias Orientales, en la variedad de sus diversas tradiciones. A los hermanos de las Iglesias de Oriente se dirige mi pensamiento, con el deseo de buscar juntos la fuerza de una respuesta a los interrogantes que se plantea el hombre de hoy, en todas las latitudes del mundo. A su patrimonio de fe y de vida quiero dirigirme, con la conciencia de que el camino de la unidad no puede admitir retrocesos, sino que es irreversible como el llamado del Señor a la unidad. «Amadísimos hermanos, tenemos este objetivo común; debemos decir todos juntos, tanto en Oriente como en Occidente: Ne evacuetur Crux! (cf. 1 Co 1, 17). Que no se desvirtúe la cruz de Cristo, porque, si se desvirtúa la cruz de Cristo, el hombre pierde sus raíces y sus perspectivas: queda destruido. Éste es el grito al final del siglo veinte. Es el grito de Roma, el grito de Constantinopla y el grito de Moscú. Es el grito de toda la cristiandad: de América, de África, de Asia, de todos. Es el grito de la nueva evangelización»(7).

A las Iglesias de Oriente se dirige mi pensamiento, como han hecho otros muchos Papas en el pasado, sintiendo que se dirigía ante todo a ellos el mandato de mantener la unidad de la Iglesia y de buscar incansablemente la unión de los cristianos en los lugares donde hubiera sido desgarrada. Ya nos une un vínculo muy estrecho. Tenemos en común casi todo(8); y tenemos en común sobre todo el anhelo sincero de alcanzar la unidad.

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