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CARTA APOSTOLICA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II CON OCASION DEL CUARTO CENTENARIO DE LA UNION DE BREST, 12 DE NOVIEMBRE DE 1995

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Se acerca el día en que la Iglesia greco-católica de Ucrania celebrará el cuarto centenario de la unión entre los obispos de la Metropolía de la Rus' de Kiev y la Sede apostólica. La unión se concertó en el encuentro de los representantes de la Metropolía de Kiev con el Papa, que tuvo lugar el 23 de diciembre de 1595 y se proclamó solemnemente en Brest-Litovsk sobre el río Bug, el 16 de octubre de 1596. El Papa Clemente VIII, con la constitución apostólica Magnus Dominus et laudabilis nimis (1), lo anunció a la Iglesia entera y con la carta apostólica Benedictus sit pastor (2) se dirigió a los obispos de la Metropolía, comunicándoles la unión alcanzada.

Los Papas siguieron con solicitud y afecto el camino, a menudo dramático y doloroso, de esta Iglesia. Quisiera recordar aquí, de modo particular, la carta encíclica Orientales omnes del Papa Pío XII, el cual, en diciembre de 1945, escribió palabras inolvidables, para recordar el 350 aniversario del restablecimiento de la plena comunión con la Sede de Roma (3).

La Unión de Brest inauguró una nueva página de la historia de esa Iglesia (4). Hoy quiere cantar con alegría el himno de gratitud y alabanza a Aquel que, una vez más, la ha llevado de la muerte a la vida, y volverse a poner en camino con nuevo impulso por la senda que marcó el concilio Vaticano II.

A los fieles de la Iglesia greco-católica ucrania se unen, en la acción de gracias y en la súplica, las Iglesias greco-católicas de la emigración que se remiten a la Unión de Brest, junto con las demás Iglesias orientales católicas y con toda la Iglesia. A los católicos de tradición bizantina de esas tierras quiero unirme también yo, Obispo de Roma, que durante tantos años, en el tiempo de mi ministerio pastoral en Polonia, experimenté una cercanía física, además de espiritual, a esa Iglesia entonces tan duramente probada y que, después de mi elección a la Sede de Pedro, sentí con apremio, en continuidad con mis predecesores, el deber de alzar la voz para defender su derecho a la existencia y a la libre profesión de la fe, cuando ambas le eran negadas. Ahora tengo el privilegio de celebrar con emoción, juntamente con ella, los días de la libertad recuperada.

En búsqueda de la unidad

2. Las celebraciones de la Unión de Brest se han de situar en el contexto del milenio del bautismo de la Rus'. Hace siete años, en 1988, ese acontecimiento se celebró con gran solemnidad. En esa ocasión publiqué dos documentos: la carta apostólica Euntes in mundum, del 25 de enero de 1988 (5), para toda la Iglesia, y el mensaje Magnum baptismi donum, del 14 de febrero del mismo año (6), dirigido a los católicos ucranios. En efecto, se trataba de celebrar un momento fundamental para la identidad cristiana y cultural de esos pueblos, con un valor muy particular, que brotaba del hecho de que las Iglesias de tradición bizantina y la Iglesia de Roma vivían aún en comunión plena.

Desde el tiempo de la división que rompió la unidad entre el Occidente y el Oriente bizantino, fueron frecuentes e intensos los esfuerzos realizados por restablecer la comunión plena. Quiero recordar dos acontecimientos especialmente significativos: el concilio de Lyon, en 1274, y sobre todo el concilio de Florencia, en 1439, cuando se firmaron protocolos de unión con las Iglesias orientales. Por desgracia, varias causas impidieron que las potencialidades contenidas en esos acuerdos dieran el fruto esperado.

Los obispos de la Metropolía de Kiev, al restablecer la comunión con Roma, se refirieron explícitamente a las decisiones del concilio de Florencia, es decir, a un concilio que contó con la participación directa, entre otros, de los representantes del Patriarcado de Constantinopla.

En este marco, resplandece la figura del metropolita Isidoro de Kiev que, fiel intérprete y defensor de las decisiones de ese concilio, tuvo que soportar el destierro por sus convicciones.

En los obispos que promovieron la unión y en su Iglesia permanecía muy viva la conciencia del íntimo vínculo originario con sus hermanos ortodoxos, además de la conciencia plena de la identidad oriental de su Metropolía, que convenía salvaguardar incluso después de la unión. En la historia de la Iglesia católica es de gran valor el hecho de que ese justo deseo haya sido respetado y que el acto de unión no haya significado el paso a la tradición latina, como algunos pensaban que debía suceder: su Iglesia vio que se le reconocía el derecho de ser gobernada por una jerarquía propia, con una disciplina específica, y que mantenía el patrimonio litúrgico y espiritual oriental.

Entre persecución y florecimiento

3. Después de la unión, la Iglesia greco-católica ucrania vivió un período de florecimiento de las estructuras eclesiales, con repercusiones benéficas sobre la vida religiosa, sobre la formación del clero y sobre el compromiso espiritual de los fieles. Con notable clarividencia, se atribuyó gran importancia a la educación. Con la valiosa contribución de la orden basiliana y de otras congregaciones religiosas, se dio admirable incremento al estudio de las disciplinas sagradas y de la cultura patria. En el siglo actual, una figura de extraordinario prestigio fue, en este sentido, así como en el testimonio del sufrimiento padecido por Cristo, el metropolita Andrés Szeptyckyj, que a su preparación y a su finura espiritual, supo unir excelentes dotes de organizador, fundando escuelas y academias, sosteniendo los estudios teológicos y las ciencias humanas, la prensa, el arte sacro y la conservación de las memorias.

Con todo, tan gran vitalidad eclesial fue siempre acompañada por el drama de la incomprensión y la oposición. Una de sus víctimas ilustres fue el arzobispo de Plock y Vitebsk, Josafat Kuncevyc, cuyo martirio fue coronado con la inmarcesible corona de la gloria eterna. Ahora su cuerpo descansa en la basílica vaticana, donde recibe constantemente el homenaje conmovido y agradecido de todos los católicos.

Las dificultades y los sufrimientos se repitieron sin cesar. Pío XII los recordó en la carta encíclica Orientales omnes, en la que, después de haberse referido a las persecuciones anteriores, ya presagia la dramática persecución del régimen ateo (7).

Entre los testigos heroicos, no sólo de los derechos de la fe sino también de la conciencia humana, que se distinguieron en esos años difíciles, destaca la figura del entonces metropolita Josyf Slipyj: su valentía al soportar el destierro y la cárcel durante dieciocho años y su inquebrantable confianza en la resurrección de su Iglesia, hacen de él uno de los ejemplos más notables de confesores de la fe de nuestro tiempo. Y no se pueden olvidar sus numerosos compañeros de sufrimiento, en particular los obispos Gregorio Chomyszyn y Josafat Kocylowskyj.

Esos tempestuosos acontecimientos perjudicaron a la Iglesia de la madre patria. Pero ya desde hacía tiempo la Providencia divina había establecido que numerosos hijos de esa Iglesia pudieran encontrar un camino de salida para sí y para su pueblo: en efecto, a partir del siglo XIX, comenzaron a difundirse en gran número al otro lado del océano, en corrientes migratorias que los llevaron sobre todo a Canadá, Estados Unidos de América, Brasil, Argentina y Australia. La Santa Sede quiso estar cerca de ellos, asistiéndolos e creando para ellos estructuras pastorales en sus nuevos destinos, hasta constituir auténticas eparquías. Así, en el momento de la prueba, durante la persecución atea en la tierra de origen, estos creyentes pudieron alzar su voz, en plena libertad, con fuerza y valentía. Su clamor reivindicó en el foro internacional el derecho a la libertad religiosa para sus hermanos perseguidos, reforzando de este modo el llamamiento que hizo el concilio Vaticano II en favor de la libertad religiosa (8) y la acción realizada en este sentido por la Santa Sede.

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