CARTA APOSTÓLICA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II CON OCASIÓN
DEL 350º ANIVERSARIO DE LA UNIÓN DE UZHOROD
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. "Ante todo, doy gracias a mi Dios por medio
de Jesucristo, por todos vosotros, pues vuestra fe es alabada en todo el mundo. Porque
Dios, a quien venero en mi espíritu predicando el Evangelio de su Hijo, me es testigo de
cuán incesantemente me acuerdo de vosotros" (Rm 1, 8-9).
El feliz aniversario del 350º aniversario de la
Unión de Uzhorod constituye un momento importante en el camino de una Iglesia que, con
ese acto, quiso restablecer la plena unidad con el Obispo de Roma. Por tanto, es
comprensible que también yo participe en la acción de gracias a Dios de cuantos se
alegran con el recuerdo de ese acontecimiento significativo. Los hechos son conocidos: el
24 de abril de 1646, 63 sacerdotes bizantinos de la eparquía de Mukacevo, bajo la guía
del monje basiliano Partenio Petrovyc, en la iglesia del castillo de Uzhorod, en presencia
del obispo de Eger, Jorge Jakusics, fueron acogidos en la comunión plena con la Sede de
Pedro.
No se trató de un gesto aislado. Se insertaba en
el camino de reunificación entre las Iglesias que había tenido su momento culminante en
el concilio de Florencia (1439), cuando se firmaron los decretos de la plena comunión
restablecida de las Iglesias de Oriente con la Iglesia de Roma. En efecto, fue el glorioso
metropolita Isidoro de Kyiv, a su regreso del concilio de Florencia, quien se hizo
heraldo, en la regiones de los Cárpatos, de la plena unidad restablecida.
En 1595 los representantes de la metropolía de
Kyiv se encontraron con el Papa Clemente VIII; y al año siguiente, 1596, se proclamó esa
unión en Brest, con la intención de dar cumplimiento al acuerdo alcanzado en Florencia.
Muy pronto el impulso proveniente del concilio ecuménico florentino llegó a los
Cárpatos y, superadas algunas dificultades iniciales, se concretó en la Unión de
Uzhorod. Era la semilla de mostaza evangélica que, sembrada en el fértil suelo de
Mukacevo, se desarrolló con el tiempo, convirtiéndose en un árbol bajo cuya sombra se
reunió un vasto grupo de fieles de tradición bizantina. Confirmando esta realidad, el 19
de septiembre de 1771, el Papa Clemente XIV, con la constitución apostólica Eximia
regalium principum1 establecía la eparquía greco-católica de Mukacevo, cuya sede
sería trasladada pocos años después a la cercana Uzhorod.
De ese árbol vigoroso nacieron sucesivamente, como
florecientes retoños, nuevas circunscripciones eclesiásticas: las eparquías de Krizevci
(1777), de Presov (1818) y de Hajdúdorog (1920). Mientras tanto, en ultramar se había
hecho consistente el flujo migratorio de fieles, hijos de esa Unión. La Santa Sede,
siempre atenta a descubrir los designios providenciales de Dios y a seguirlos, erigió
para ellos en los Estados Unidos de América la metropolía bizantina de Pittsburgh
(1969), con las eparquías sufragáneas de Passaic (1963), Parma (1969) y Van Nuys (1981).
La alegría común de las diversas eparquías,
nacidas de la Unión de Uzhorod, al celebrar ese acontecimiento que es la base de su
identidad eclesial, constituye una ocasión magnífica para renovar la conciencia de los
vínculos que derivan del origen común y reforzar el intercambio de fraternidad y la
colaboración que el carácter dramático de los acontecimientos históricos ha
obstaculizado durante mucho tiempo.
2. Aunque la Unión de Uzhorod sigue la línea de
las deliberaciones del concilio de Florencia, ciertamente no es arbitrario ponerla
también en estrecha relación espiritual con el contexto en el que se desarrolló la
misión de los apóstoles de los eslavos, los santos Cirilo y Metodio, cuya predicación
se difundió por la Gran Moravia hasta las montañas de los Cárpatos. Por tanto, los
fieles de las Iglesias que tienen su origen en la Unión de Uzhorod se sienten
legítimamente orgullosos de participar en la herencia cirilo-metodiana.
Ya he reafirmado el extraordinario valor de la obra
evangelizadora realizada por Cirilo y Metodio en unión con la Iglesia de la
Constantinopla y con la Sede romana2, subrayando, además, que "la ferviente
solicitud demostrada por ambos hermanos (...), por conservar la unidad de la fe y del amor
entre las Iglesias de las que eran miembros, es decir, la Iglesia de Constantinopla y la
Iglesia Romana por una parte, y las Iglesias nacientes en tierras eslavas por otra, fue y
será siempre su gran mérito"3. Por tanto, la predicación del Evangelio en la plena
comunión entre los cristianos constituye una aspiración jamás olvidada que marca,
aunque sea con modalidades diversas, la historia de las Iglesias que se formaron en
tierras eslavas, desde el tiempo de los dos santos hermanos.
Los acontecimientos que siguieron a la Unión
estuvieron cargados de sufrimiento y de dolor. Sin embargo, la eparquía, reforzada antes
por la obra del obispo Jorge J. Bizancij, experimentó después un notable desarrollo en
el período inaugurado por el gran obispo Andrés Bacynskyj. Por desgracia, en tiempos
recientes, muchos de sus miembros han sido llamados nuevamente a recorrer con Cristo el
camino doloroso del Calvario en la persecución, en la cárcel y también en el sacrifico
supremo de la vida. El mismo pastor de la eparquía, el obispo Teodoro Romza, dio este
testimonio, sellado con su sangre, pues no dudó en dar su vida por las ovejas de su grey
(cf. Jn 10, 11).
No podemos olvidar estos testimonios notables de
fidelidad a Cristo y a su Evangelio, que constituyen el patrimonio precioso de la Iglesia
greco-católica que se reconoce en la Unión de Uzhorod. Más aún, los hijos de toda la
Iglesia católica acogen con veneración este ejemplo y conservan como un tesoro esta
maravillosa lección de fidelidad a la verdad de Cristo. Con corazón conmovido, la
agradecen los cristianos de Mukacevo y cuantos han demostrado estar dispuestos a vender
todos sus bienes por la perla preciosa de la fe (cf. Mt 13, 46).
3. La jubilosa conmemoración de la Unión de
Uzhorod brinda una ocasión propicia para dar gracias al Señor, que ha querido enjugar
las lágrimas de sus hijos al término de un dramático período de dura persecución. Los
ha sostenido en un período tan difícil de su historia, permitiéndoles conservar la
riqueza de su tradición oriental y permanecer al mismo tiempo en comunión plena con el
Obispo de Roma. De este modo, testimonian la universalidad que hace de la Iglesia una
realidad multiforme, capaz de comprender, bajo el carisma de Pedro, la legítima variedad
de tradiciones y de ritos que, lejos de perjudicar su unidad, manifiesta toda su riqueza y
su esplendor4. El Papa León XIII ya reconocía esto cuando, subrayando el precioso
intercambio de dones entre la tradición latina y la oriental, afirmaba que la variedad de
la liturgia y de la disciplina oriental enriquece a toda la Iglesia, ilustra su
catolicidad y muestra claramente "la divina unidad de la fe católica"5.
Por tanto, es de desear que esa porción elegida
del pueblo de Dios, unida de diferentes modos con el acontecimiento de Uzhorod, pueda
volver a florecer con prosperidad, viviendo un presente sereno y trabajando por un futuro
caracterizado por la plena libertad religiosa, la búsqueda de la reconciliación entre
católicos y ortodoxos y el incansable compromiso por la edificación de la paz.
Para este fin, conviene tener una actitud de
escucha dócil de las enseñanzas del concilio Vaticano II. Los padres reunidos en esa
asamblea ecuménica, bajo la guía del Espíritu Santo, dieron valiosas indicaciones sobre
el modo de promover el diálogo de la caridad y la búsqueda de la "unidad del
Espíritu con el vínculo de la paz" (Ef 4, 3). Su perspectiva se expresa bien
en estas palabras solemnes: "Todos los hombres, por tanto, están invitados a esta
unidad católica del pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz universal. A esta
unidad pertenecen de diversas maneras o a ella están destinados los católicos, los
demás cristianos e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la
gracia de Dios"6.
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