6. Gracias a la obra de ilustres obispos como Atanasio Anghel (+ 1713), Juan Inocencio
Micu-Klein (+ 1768) y Pedro Pablo Aron (+ 1764), y de otros beneméritos prelados,
sacerdotes y laicos, la Iglesia greco-católica de Rumanía reforzó su identidad y
experimentó muy pronto un desarrollo significativo. Por ello, mi venerado predecesor Pío
IX, con la bula Ecclesiam Christi, del 16 de noviembre de 1853, quiso erigir la sede
metropolitana de Fagaras y Alba Julia para los rumanos unidos.
¡Cómo no reconocer los valiosos
servicios prestados por la Iglesia greco-católica a todo el pueblo rumano de
Transilvania! Ha dado a su crecimiento una contribución decisiva, representada
emblemáticamente por los "corifeos" de la escuela transilvana de Blaj, pero
asimismo por numerosas personalidades, clérigos y laicos, que han dejado una huella
indeleble también en la vida eclesial, cultural y social de los rumanos. Mérito insigne
de vuestra Iglesia ha sido, en particular, haber mediado entre Oriente y Occidente,
asumiendo, por una parte, los valores promovidos en Transilvania por la Santa Sede; y por
otra, comunicando a toda la catolicidad los valores del Oriente cristiano, que a causa de
la división existente eran poco accesibles. Por eso, la Iglesia greco-católica se
transformó en testimonio elocuente de la unidad de toda la Iglesia, mostrando cómo lleva
en sí los valores de las instituciones, los ritos litúrgicos y las tradiciones
eclesiásticas que se remontan, por caminos diversos, hasta la misma tradición
apostólica (cf. Orientalium Ecclesiarum, 1).
Testigos y mártires de la
unidad
7. El camino de la Iglesia
greco-católica de Rumanía nunca fue fácil, como lo demuestran sus vicisitudes. A lo
largo de los siglos se le pidió dar un doloroso y difícil testimonio de fidelidad a la
exigencia evangélica de la unidad. Así, se ha convertido, de modo especial, en la
Iglesia de los testigos de la unidad, de la verdad y del amor. La Iglesia greco-católica
de Rumanía, a pesar de las numerosas dificultades que ha encontrado, ante toda la
ecúmene cristiana se ha presentado cada vez más como testigo singular del valor
irrenunciable de la unidad eclesial. Pero es sobre todo en la segunda mitad del siglo XX,
en la época del totalitarismo comunista, cuando vuestra Iglesia debió soportar una
durísima prueba, mereciendo justamente el título de "Iglesia de los confesores y de
los mártires". Fue entonces cuando se manifestó, con mayor evidencia, la lucha
entre el mysterium iniquitatis (2 Ts 2, 7) y el mysterium pietatis (1 Tm 3,
16), que actúan en el mundo. Y también desde entonces la gloria del martirio resplandece
con mayor claridad en el rostro de vuestra Iglesia como luz que se refleja en la
conciencia de los cristianos de todo el mundo, suscitando admiración y gratitud.
8. Impulsado por esta certeza, he
aprovechado cualquier ocasión para tener noticias de vosotros, amadísimos hermanos y
hermanas, y ahora deseo enviaros una nueva expresión de mi solidaridad y de mi apoyo.
Cuando, el año pasado, durante mi peregrinación a vuestra tierra, oré con vosotros en
el cementerio católico de Bucarest, lo hice llevando en mi corazón a toda la Iglesia de
Cristo y, en unión con toda la Iglesia, me arrodillé en silencio ante las tumbas de
vuestros mártires. De muchos de ellos no conocemos ni siquiera el lugar de su sepultura,
porque los perseguidores quisieron privarlos incluso de este último signo de distinción
y respeto. Pero sus nombres están inscritos en el Libro de la vida y cada uno de ellos ha
recibido también "una piedrecita blanca, y, grabado en la piedrecita, un nombre
nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe" (Ap 2, 17). La sangre de esos
mártires es un fermento de vida evangélica que obra no sólo en vuestra tierra, sino
también en muchas otras partes del mundo.
En esa "muchedumbre
inmensa" (Ap 7, 9), con vestiduras blancas (cf. Ap 7, 13), de mártires
y de confesores de vuestra Iglesia, "que vienen de la gran tribulación y han lavado
sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14), y
que "están delante del trono de Dios" (Ap 7, 15), resplandecen los
nombres ilustres de obispos como Vasile Aftenie, Ioan Balan, Valeriu Traian Frentin, Ioan
Suciu, Tit Liviu Chinezu, Alexandru Rusu y del cardenal Iuliu Hossu. Ellos, como los
orantes que "dan culto a Dios día y noche en su santuario" (Ap 7, 15),
interceden junto con los demás mártires y confesores por su pueblo, que siente por ellos
una veneración verdadera y profunda. Que el testimonio del martirio y la profesión
de fe en Cristo y en la unidad de su Iglesia suban como el incienso del sacrificio
vespertino (cf. Sal 141, 2) hasta el trono de Dios, en nombre de toda la Iglesia,
que los estima y los venera.
Examinar el pasado: la
purificación de la memoria
9. El esplendor del testimonio de
fe y el servicio generoso a la unidad deben ir acompañados siempre, en la Iglesia, por el
incansable compromiso en favor de la verdad, en que se purifica y se consolida el
dinamismo de la esperanza. Este es el clima del jubileo del año 2000, con ocasión del
cual toda la Iglesia siente el deber de volver a examinar su pasado para reconocer las
incoherencias de sus hijos con respecto a la enseñanza evangélica, y así poder caminar
con el rostro purificado hacia el futuro que Dios quiere.
Las actuales dificultades que
encuentra vuestra Iglesia para recobrarse después de la supresión, así como sus
limitados recursos humanos y materiales, que frenan su impulso, podrían llevar al
desaliento. Pero el cristiano sabe que cuanto mayores sean los obstáculos que debe
afrontar, tanto mayor ha de ser su confianza en la ayuda de Dios, que está cerca de él y
camina a su lado.
Esto nos lo recuerda también
vuestro hermosísimo canto "Cu noi este Dumnezeu", tan rico en significado y tan
profundamente grabado en el alma de vuestra gente.
En este jubileo vuestra Iglesia,
junto con la Iglesia universal, tiene el deber de volver a su pasado y, sobre todo, al
período de las persecuciones, para actualizar su "martirologio". No es una
tarea fácil, debido a la escasez de las fuentes y al tiempo transcurrido, un tiempo muy
breve para la maduración de un juicio suficientemente imparcial, pero también bastante
largo para que se produzcan olvidos desagradables. Gracias a Dios, muchos testigos del
pasado reciente viven aún.
Por tanto, es preciso hacer
todo lo posible para enriquecer la documentación sobre los hechos ocurridos, de manera
que las generaciones futuras puedan conocer su historia, analizada críticamente y, por
eso mismo, digna de fe. Desde esta perspectiva, será conveniente examinar el testimonio y
el martirio de vuestra Iglesia en el marco más amplio de los sufrimientos y las
persecuciones padecidos por los cristianos en el siglo XX.
En la carta apostólica Tertio
millennio adveniente me referí explícitamente a los mártires de nuestro siglo,
"con frecuencia desconocidos, casi milites ignoti de la gran causa de Dios" (n.
37), y afirmé que "al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a
ser Iglesia de mártires. (...) El testimonio de Cristo dado hasta el derramamiento
de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y
protestantes. (...) Es un testimonio que no hay que olvidar" (ib.). La unidad de la
Iglesia aparece con una nueva luz en la fe y en el martirio de esos cristianos. Su sangre,
derramada por Cristo y con Cristo, es una base segura sobre la que hay que fundar la
búsqueda de la unidad de toda la ecúmene cristiana.
En Bucarest puse de manifiesto que
también en Rumanía sufristeis juntos: "El régimen comunista suprimió la Iglesia
de rito bizantino-rumano unida a Roma y persiguió a obispos y sacerdotes, religiosos,
religiosas y laicos, muchos de los cuales pagaron con su sangre la fidelidad a Cristo.
(...) Quisiera expresar el debido reconocimiento también a los que, perteneciendo a la
Iglesia ortodoxa rumana y a otras Iglesias y comunidades religiosas, sufrieron análoga
persecución y graves limitaciones. A estos hermanos nuestros en la fe la muerte los ha
unido en el heroico testimonio del martirio: nos dejan una lección inolvidable de amor a
Cristo y a su Iglesia" (Discurso durante la ceremonia de bienvenida en el
aeropuerto de Bucarest, 7 de mayo de 1999, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 14 de mayo de 1999, p. 6). A este respecto, os exhorto también ahora,
durante la celebración del jubileo y del tercer centenario de vuestra unión, a descubrir
y valorar las figuras de los mártires de la Iglesia greco-católica de Rumanía,
reconociéndoles el mérito de haber dado un notable impulso a la causa de la unidad de
todos los cristianos.
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