Carta apostólica del Santo Padre Juan Pablo II con
ocasión del III centenario de la unión de la Iglesia greco-católica de
Rumanía con la Iglesia de Roma
Amadísimos hermanos y hermanas
de la Iglesia greco-católica de Rumanía:
1. En el tiempo pascual de este
jubileo del año 2000 se celebra el tercer centenario de la unión de vuestra Iglesia con
la Iglesia de Roma. El Año jubilar es un año de gracia durante el cual toda la Iglesia
recuerda que nuestro Señor Jesucristo, hace dos mil años, se encarnó en el seno de la
Virgen santísima. Con la gozosa evocación de ese admirable acontecimiento la comunidad
cristiana se fortalece para anunciar al mundo, con renovado empeño, la buena nueva de la
salvación.
Verbum caro factum est: este es el
motivo de nuestra perenne acción de gracias; esta es la gracia que se recuerda y se
celebra de modo especial en el período del jubileo. Desde esta perspectiva, podemos ver
con los ojos de la esperanza toda la historia de la humanidad.
El recuerdo y la presencia
2. En este marco se insertan con
particular importancia también los trescientos años de existencia de la Iglesia
greco-católica de Rumanía. Exactamente hace un año oramos juntos en vuestra querida
patria. Durante la divina liturgia que celebré con vosotros en la catedral de San José
de Bucarest afirmé que "considero providencial y significativo que las celebraciones
de su tercer centenario coincidan con el gran jubileo del año 2000" (Homilía,
8 de mayo de 1999, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de mayo de
1999, p. 9).
Haber podido estar en medio de
vosotros, en mayo del año pasado, fue para mí un don especial del Señor que, en cierto
modo, me permitió revivir con vosotros la experiencia de los discípulos que "iban
de camino": "el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos",
explicándoles "lo que se refería a él en todas las Escrituras" (Lc 24,
13-15. 27). Iluminados por las palabras de Cristo, pudimos contemplar juntos su presencia
reflejada en el rostro de vuestra Iglesia. Además, él nos alimentó con su Cuerpo y su
Sangre, y nuestro corazón ardía dentro de nosotros (cf. Lc 24, 32).
3. Desde entonces han quedado
grabadas en mi alma la belleza de vuestra tierra y la fe del pueblo que habita en ella. El
recuerdo de ese encuentro se ha reavivado más aún en el tiempo pascual de este año,
durante el cual se celebra también el tercer centenario de la unión de vuestra Iglesia
con la Iglesia de Roma. Mi corazón desea unirse a vosotros con aquel canto gozoso
-Hristos a înviat! (¡Cristo ha resucitado!)- que, con ocasión de mi visita, me produjo
una gran emoción y me ha dejado una profunda resonancia. Este anuncio va más allá de
las palabras: encierra en sí la fuerza victoriosa del Resucitado, que camina con su
Iglesia en la historia. A la luz de esta Presencia, me dirijo a vosotros, que estáis
celebrando con alegría el tercer centenario de la unión.
La historia y la unidad
4. El misterio de la unidad brota
del misterio de la Encarnación. En efecto, las Escrituras afirman que es voluntad del
Padre "recapitular en Cristo todas las cosas" (Ef 1, 10). En la realización de
este misterio se cumple la misión de la Iglesia, cuya tarea consiste en realizar
progresivamente la unidad con Dios y entre los hombres: "La Iglesia es en Cristo como
un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo
el género humano" (Lumen gentium, 1). En la Iglesia florecen la unidad y la
paz: de este modo, la historia de los hombres puede transformarse en historia de unidad.
El misterio de la unidad
caracteriza de manera particular al pueblo rumano. Sabemos, y aquí lo recuerdo con
profunda veneración, que Cristo resucitado, a través de la predicación apostólica, se
unió al camino histórico de vuestro pueblo ya en época paleocristiana y le ha confiado
una misión peculiar en el valioso servicio a la unidad. En este sentido, los nombres del
apóstol Andrés, hermano de Pedro, de Nicetas de Remesiana, de Juan Casiano y de Dionisio
el Exiguo son significativos. La Providencia divina dispuso que, durante el tiempo en que
la santa Iglesia no había experimentado aún en su seno la gran división, vosotros
recogierais, además de la herencia de Roma, también la de Bizancio.
5. En efecto, los rumanos, sin
dejar de ser un pueblo latino, se abrieron para acoger los tesoros de la fe y la cultura
bizantinas. A pesar de la herida de la división, esta herencia es compartida por la
Iglesia greco-católica y por la Iglesia ortodoxa de Rumanía. Esta es la clave para
interpretar la historia de vuestra Iglesia, que se ha desarrollado en medio de las
tensiones dramáticas que se han producido entre el Oriente y el Occidente cristiano.
Desde siempre, en el corazón de los hijos y las hijas de esa antigua Iglesia, late con
fuerza el anhelo de la unidad que Cristo quiso. Yo mismo, el año pasado, lo comprobé con
emoción.
La Iglesia rumana de Transilvania
vivió de manera singular ese anhelo de unidad, sobre todo después de la tragedia de la
división entre la cristiandad de Oriente y la de Occidente. En aquella tierra muchos
pueblos -rumanos, húngaros, armenios y sajones- vivieron juntos una historia común, a
veces difícil, que ha dejado su huella en la configuración humana y religiosa de sus
habitantes. Por desgracia, la unidad que caracterizó a la Iglesia de los primeros siglos
no ha vuelto a alcanzarse nunca más, y también vuestra historia ha estado marcada con
creciente intensidad por la división y las lágrimas.
En ese panorama resplandecen como
luces de esperanza los esfuerzos de quienes, sin resignarse a la herida de la división,
han procurado sanarla. En Transilvania el deseo de restablecer la comunión perfecta con
la Sede apostólica del Sucesor de Pedro surgió en el corazón de los cristianos rumanos
y de sus pastores sobre todo durante los siglos XVI y XVII. Esos discípulos de Cristo,
impulsados por la ardiente aspiración a la reforma de la Iglesia y a su unidad, y
sintiendo en lo más profundo de su corazón un antiguo vínculo con la Iglesia y con la
ciudad del martirio y de la sepultura de los bienaventurados apóstoles san Pedro y san
Pablo, suscitaron un movimiento que, paso a paso, llegó a realizar la unión plena con
Roma. Entre las etapas decisivas merecen recordarse los Sínodos celebrados en Alba Julia
en los años 1697 y 1698, que se pronunciaron en favor de la unión: decidida oficialmente
el 7 de octubre de 1698, fue ratificada solemnemente en el Sínodo del 7 de mayo de 1700.
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