Carta apostólica en forma de «Motu Propio»
MISERICORDIA DEI
Sobre algunos aspectos
de la celebración del Sacramento de la Penitencia
Por la misericordia de Dios, Padre que
reconcilia, el Verbo se encarnó en el vientre purísimo de la Santísima Virgen María
para salvar «a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21) y abrirle «el camino de la
salvación».(1) San Juan Bautista
confirma esta misión indicando a Jesús como «el Cordero de Dios, que quita el pecado
del mundo» (Jn 1,29). Toda la obra y predicación del Precursor es una llamada
enérgica y ardiente a la penitencia y a la conversión, cuyo signo es el bautismo
administrado en las aguas del Jordán. El mismo Jesús se somete a aquel rito penitencial
(cf. Mt 3, 13-17), no porque haya pecado, sino porque «se deja contar entre los
pecadores; es ya “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29);
anticipa ya el “bautismo” de su muerte sangrienta».(2) La salvación es, pues y ante todo, redención del pecado como
impedimento para la amistad con Dios, y liberación del estado de esclavitud en la que se
encuentra al hombre que ha cedido a la tentación del Maligno y ha perdido la libertad de
los hijos de Dios (cf.Rm 8,21).
La misión confiada por Cristo a los
Apóstoles es el anuncio del Reino de Dios y la predicación del Evangelio con vistas a la
conversión (cf. Mc 16,15; Mt 28,18-20). La tarde del día mismo de su
Resurrección, cuando es inminente el comienzo de la misión apostólica, Jesús da a los
Apóstoles, por la fuerza del Espíritu Santo, el poder de reconciliar con Dios y con la
Iglesia a los pecadores arrepentidos: «Recibid el Espíritu Santo.A quienes perdonéis
los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn
20,22-23).
A lo largo de la historia y en la
praxis constante de la Iglesia, el «ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18),
concedida mediante los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia, se ha sentido siempre
como una tarea pastoral muy relevante, realizada por obediencia al mandato de Jesús como
parte esencial del ministerio sacerdotal. La celebración del sacramento de la Penitencia
ha tenido en el curso de los siglos un desarrollo que ha asumido diversas formas
expresivas, conservando siempre, sin embargo, la misma estructura fundamental, que
comprende necesariamente, además de la intervención del ministro – solamente un
Obispo o un presbítero, que juzga y absuelve, atiende y cura en el nombre de Cristo
–, los actos del penitente: la contrición, la confesión y la satisfacción.
En la Carta apostólica Novo
millennio ineunte he escrito: «Deseo pedir, además, una renovada valentía pastoral
para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera
convincente y eficaz la práctica del Sacramento de la Reconciliación. Como se
recordará, en 1984 intervine sobre este tema con la Exhortación postsinodal
Reconciliatio et paenitentia, que recogía los frutos de la reflexión de una Asamblea
general del Sínodo de los Obispos, dedicada a esta problemática. Entonces invitaba a
esforzarse por todos los medios para afrontar la crisis del “sentido del pecado”
[...]. Cuando el mencionado Sínodo afrontó el problema, era patente a todos la crisis
del Sacramento, especialmente en algunas regiones del mundo. Los motivos que lo originan
no se han desvanecido en este breve lapso de tiempo. Pero el Año jubilar, que se ha
caracterizado particularmente por el recurso a la Penitencia sacramental nos ha ofrecido
un mensaje alentador, que no se ha de desperdiciar: si muchos, entre ellos tantos
jóvenes, se han acercado con fruto a este sacramento, probablemente es necesario que los
Pastores tengan mayor confianza, creatividad y perseverancia en presentarlo y
valorizarlo».
Con estas palabras pretendía y
pretendo dar ánimos y, al mismo tiempo, dirigir una insistente invitación a mis hermanos
Obispos – y, a través de ellos, a todos los presbíteros – a reforzar
solícitamente el sacramento de la Reconciliación, incluso como exigencia de auténtica
caridad y verdadera justicia pastoral, recordándoles que todo fiel, con las debidas
disposiciones interiores, tiene derecho a recibir personalmente la gracia sacramental.
A fin de que el discernimiento sobre
las disposiciones de los penitentes en orden a la absolución o no, y a la imposición de
la penitencia oportuna por parte del ministro del Sacramento, hace falta que el fiel,
además de la conciencia de los pecados cometidos, del dolor por ellos y de la voluntad de
no recaer más,(6) confiese sus
pecados. En este sentido, el Concilio de Trento declaró que es necesario «de derecho
divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales».(7) La Iglesia ha visto siempre un nexo esencial entre el juicio
confiado a los sacerdotes en este Sacramento y la necesidad de que los penitentes
manifiesten sus propios pecados,(8)
excepto en caso de imposibilidad. Por lo tanto, la confesión completa de los pecados
graves, siendo por institución divina parte constitutiva del Sacramento, en modo alguno
puede quedar confiada al libre juicio de los Pastores (dispensa, interpretación,
costumbres locales, etc.). La Autoridad eclesiástica competente sólo especifica –
en las relativas normas disciplinares – los criterios para distinguir la
imposibilidad real de confesar los pecados, respecto a otras situaciones en las que la
imposibilidad es únicamente aparente o, en todo caso, superable.
En las circunstancias pastorales
actuales, atendiendo a las expresas preocupaciones de numerosos hermanos en el Episcopado,
considero conveniente volver a recordar algunas leyes canónicas vigentes sobre la
celebración de este sacramento, precisando algún aspecto del mismo, para favorecer
– en espíritu de comunión con la responsabilidad propia de todo el Episcopado(9) – su mejor administración. Se trata
de hacer efectiva y de tutelar una celebración cada vez más fiel, y por tanto más
fructífera, del don confiado a la Iglesia por el Señor Jesús después de la
resurrección (cf. Jn 20,19-23). Todo esto resulta especialmente necesario, dado
que en algunas regiones se observa la tendencia al abandono de la confesión personal,
junto con el recurso abusivo a la «absolución general» o «colectiva», de tal modo que
ésta no aparece como medio extraordinario en situaciones completamente excepcionales.
Basándose en una ampliación arbitraria del requisito de la grave necesidad,(10) se pierde de vista en la práctica la
fidelidad a la configuración divina del Sacramento y, concretamente, la necesidad de la
confesión individual, con daños graves para la vida espiritual de los fieles y la
santidad de la Iglesia.
Así pues, tras haber oído el parecer
de la Congregación para la Doctrina de la fe, la Congregación para el Culto divino y la
disciplina de los sacramentos y el Consejo Pontificio para los Textos legislativos,
además de las consideraciones de los venerables Hermanos Cardenales que presiden los
Dicasterios de la Curia Romana, reiterando la doctrina católica sobre el sacramento de la
Penitencia y la Reconciliación expuesta sintéticamente en el Catecismo de la Iglesia
Católica,(11) consciente de mi
responsabilidad pastoral y con plena conciencia de la necesidad y eficacia siempre actual
de este Sacramento, dispongo cuanto sigue:
1. Los Ordinarios han de recordar a
todos los ministros del sacramento de la Penitencia que la ley universal de la Iglesia ha
reiterado, en aplicación de la doctrina católica sobre este punto, que:
a) «La confesión individual e
íntegra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel
consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia; sólo la
imposibilidad física o moral excusa de esa confesión, en cuyo caso la reconciliación se
puede conseguir también por otros medios».
b) Por tanto, «todos los que,
por su oficio, tienen encomendada la cura de almas, están obligados a proveer que se oiga
en confesión a los fieles que les están encomendados y que lo pidan razonablemente; y
que se les dé la oportunidad de acercarse a la confesión individual, en días y horas
determinadas que les resulten asequibles».(13)
Además, todos los sacerdotes que
tienen la facultad de administrar el sacramento de la Penitencia, muéstrense siempre y
totalmente dispuestos a administrarlo cada vez que los fieles lo soliciten razonablemente.(14) La falta de disponibilidad para acoger a
las ovejas descarriadas, e incluso para ir en su búsqueda y poder devolverlas al redil,
sería un signo doloroso de falta de sentido pastoral en quien, por la ordenación
sacerdotal, tiene que llevar en sí la imagen del Buen Pastor.
2. Los Ordinarios del lugar, así como
los párrocos y los rectores de iglesias y santuarios, deben verificar periódicamente que
se den de hecho las máximas facilidades posibles para la confesión de los fieles. En
particular, se recomienda la presencia visible de los confesores en los lugares de culto
durante los horarios previstos, la adecuación de estos horarios a la situación real de
los penitentes y la especial disponibilidad para confesar antes de las Misas y también,
para atender a las necesidades de los fieles, durante la celebración de la Santa Misa, si
hay otros sacerdotes disponibles.(15)
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