DESPUÉS, 'NAIDE'
Hasta aquí hemos llegado
Después de dar tantas vueltas con el pensamiento, de ponerse en el lugar del contrario y analizar desde allí el mundo de uno, sabía que había llegado a un sitio y que de la visión de aquel paisaje ya no me movería más
El tendido de sol de Las Ventas
Fue uno de esos pocos momentos determinantes de los que uno sabe que son determinantes. Entraba el tendido de Sol de Las Ventas antes de la corrida, en ese momento en el que uno se sienta, respira hondo, alivia el jadeo del ascenso a ... la localidad y en esa quietud alcanza una calma peculiar. La paz que precede al comienzo del festejo es una emoción muy particular que está hecha de esperanza y de reencuentro.
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Antes de ese momento, todo son prisas y después, Dios dirá, pero uno se siente en ese instante instalado en una suerte de comunión de muchas cosas que esa tarde, ese instante, digo, se hicieron visibles. Volver al tendido de una plaza concede el alivio de que el mundo sigue –más o menos– donde estaba, donde lo dejaste, exactamente igual que tú lo viviste un día. Los toros son volver y volver es amar. Una plaza concita lo eterno enfrentado al paso del tiempo y el vértigo de los siglos. Allí están con uno los que se fueron y no sé cómo sucede pero es como si uno los viera de pronto, furtiva y lejanamente, entre las cabezas y el gentío de los vomitorios.
Esta es una postura conservadora –cómo no serlo, teniendo tanto que conservar–, pero también rebelde, pues se resiste a las modas
Yo los vi, y sentí el calor del asiento hirviendo, el humo de los puros que aspiré deleitándome, el perfume de las señoras y de los animales, las notas de sudor y de vino y allí, en ese preciso momento, me volví hacia mi amigo, y le dije muy serio: «Javier, hasta aquí he llegado». Supe, diciéndoselo, que después de dar tantas vueltas con el pensamiento, de ponerse en el lugar del contrario y analizar desde allí el mundo de uno, digo que después de ir tanto de aquí para allá en el tiovivo que es la existencia, sabía que había llegado a un sitio y que de la visión de aquel paisaje ya no me movería más.
Allí me quedé, a mis 46 años, voluntariamente instalado en una satisfacción definitiva que no había conocido hasta ahora. Todo lo que vendría en adelante pasaría por el prisma de lo que era, de lo que ahora soy. De lo que ahora creo. Esa certeza, amarga por el final de la aventura –o quizás sea el comienzo de una nueva–, dio lugar a una consciencia distinta, una aceptación de algo, quizás de mí. Claro que esta es una postura conservadora –cómo no serlo, teniendo tanto que conservar–, pero también rebelde, pues se resiste al empuje de las modas que vendrán como esos viejos que se niegan a tener móvil.
Veré cosas, pero me serán ajenas sin no pasan por las medidas del escenario que alcanzaba a ver en ese momento: mis felicidades, mis querencias, los mapas del honor, la hombría y la vergüenza, de la felicidad y la tragedia, la verdad de la vida y la muerte, la belleza, la esperanza y lo definitivo, la Fe. Viajaré, leeré, escucharé a otros, naturalmente, pero sabiendo que todo lo haré con los ojos y los oídos con los que en ese momento veía y oía la banda de música de Las Ventas, heroica, solitaria, lejana y descabellada como una orquesta en el Gran Cañón del Colorado. Lo de fuera estará ahí fuera. Lo respetaré, lo aceptaré y buena suerte con ello. Pero que no cuenten conmigo.