UN PAPA NO ITALIANO
El Papa más joven del siglo XX, con 58 años, y el primer
no italiano 456 años después del holandés Adriano VI, empezó a romper enseguida los
anticuados moldes del Vaticano. En cuanto quedó «libre», corrió al hospital Gemelli a
visitar a su amigo y compatriota, monseñor Andrej Deskur, que había sufrido una
trombosis pocos días antes. Su primera audiencia era para Jerzy Kluger, un amigo judío
en la escuela en Wadowice, su mujer y sus hijas.
De la noche a la mañana, los «cardinali» y los
«monsignori» del protocolo se dieron cuenta de que el Papa había dejado de ser su
prisionero. Recibiría a quien quisiera en cualquier momento, hablaría con los
periodistas en los corredores del Vaticano y en los pasillos de los aviones. Bromearía
con los peregrinos en la Plaza de San Pedro desde la ventana de su estudio. Y se
marcharía a esquiar y oxigenarse en las montañas al este de Roma en cuanto su agenda
permitiese unas horas libres.
«¡No tengais miedo!», había dicho a los
católicos del mundo entero cuando se asomó por primera vez al Balcón de las
Bendiciones. Como obispo de Roma, se metió en el bolsillo a la ciudad pidiendo ayuda con
la gramática italiana: «Si me equivoco, corregidme». A finales de mes se fue a rezar a
La Mentorella, un santuario mariano en las afueras que solía visitar durante sus
estancias en Roma. El 5 de noviembre peregrinó a Asís y la iglesia romana de Santa
María sopra Minerva para rezar ante las tumbas de los patronos de Italia: Francisco, el
joven rico que creó una orden renovadora, y Catalina, la joven de Siena que daba consejos
a príncipes y Papas en el siglo XIV hasta cerrar el capítulo de Avignon.
El «atleta de Dios» comienza sus viajes
maratonianos en enero de 1979 con una escapada a Santo Domingo, México y Bahamas. Los
encuentros con el Papa empiezan a superar el millón de personas, obligando a buscar
grandes explanadas y construir enormes altares para que la gente pueda verle. El 4 de
marzo, la primera encíclica, «Redemptor Hominis», expone un programa teológico
fundamentado en ser imagen de Dios, la grandeza y los derechos de toda persona humana, de
cualquier religión o raza. Y que invita a desarrollar plenamente la propia humanidad
según el ejemplo humano de Jesucristo.
En las audiencias a los peregrinos y el Angelus de los domingos, Juan Pablo II desarrolla
su innovadora «teología del cuerpo», que revaloriza sin miedo todo lo humano,
fascinando a los no católicos y escandalizando las mentes atrasadas. Al tenso baño de
multitudes en Polonia durante el mes de junio, siguió, en septiembre un fortísimo
mensaje contra el terrorismo del IRA en Drogheda, escenario de la peor matanza de
católicos a manos de Oliver Cromwell. Al día siguiente, el Papa iniciaba su primera
visita a Estados Unidos, donde sería recibido como un campeón de la libertad. El 2 de
octubre, la Asamblea General de Naciones Unidas le dedicaba una clamorosa ovación en pie
como nadie la había recibido hasta ese momento.
La imagen del Papa de Roma había cambiado en pocos
meses, y su magisterio moral se extendía más allá de los límites del catolicismo o
incluso del cristianismo. El mundo empezó a escucharle, y las invitaciones a visitar
países comenzaron a amontonarse, pero antes era necesario poner un poco de orden en la
casa. La rutina y los administradores mediocres habían dejado en los huesos las arcas del
Vaticano, y el Papa decidió estrenar con un problema incómodo su colegialidad.
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