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NUEVO SAN PABLO

CARDENAL JOZEF TOMKO Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos

Juan Pablo II, como visible principio de la unidad del Pueblo de Dios y primer misionero de la Iglesia, desde el inicio de su pontificado realizó su «peregrinación al santuario vivo del Pueblo de Dios». Para llevar el mensaje evangélico a todas las gentes, para confirmar, consolidar y alentar la fe de los hermanos, para encontrar al hombre y defender sus derechos, para mostrar su amor fraterno a los que sufren, para promover el amor, la paz, la fraternidad universal; para llevar a quienes viven y trabajan en las más variadas y difíciles circunstancias el mensaje de aliento y de esperanza cimentado, no en las fuerzas humanas, sino en el poder del Resucitado, que es el Señor, el Kyrios de la Historia.

He tenido la fortuna –es decir, la gracia– de acompañar personalmente al Santo Padre en muchos de sus viajes a los países de misión y a otras tierras. He podido contemplar muchos de los frutos inmediatos de sus visitas y compartido la alegría de las poblaciones para las cuales la visita del Papa tiene un valor único e inmenso. Pero también he sentido cuán grande es el sufrimiento, la dolorosa tensión que experimentaba –y nosotros con él– cuando en cada uno de sus viajes constataba lo inmensa que es la urgencia y necesidad de evangelizar el mundo, verificando, al mismo tiempo, la pobreza y hasta imposibilidad de la Iglesia para responder en modo adecuado a tal exigencia.

A pesar de todo y precisamente por ello, Juan Pablo II, como San Pablo, realizó su vocación de «apóstol» en el sentido pleno del término, de «misionero itinerante por los caminos del mundo... misionero enviado por el Padre para continuar anunciando el Reino de Dios» (Discurso en Bélem, Brasil, 1980) con decisión, con confianza, optimismo y valentía, frutos de aquello que, en él, era característico: Una fe indestructible en Cristo y en la acción del Espíritu en la historia del hombre. Una fuerza que brota de una vida de oración y que irrumpe en oración. Porque Juan Pablo II era un hombre «orante». Un estilo «paulino» al considerar los problemas que son iluminados por la doctrina revelada que es consignada al hombre, con la invitación a caminar y a vivir «por el camino de Cristo Liberador y Redentor». Una voluntad de total abandono, sin reservas, a María, la Madre de la Iglesia.

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