LA FIRMEZA DE JUAN PABLO II
José María García ESCUDERO
Me
ha impresionado siempre una frase sobre Juan Pablo II: «Tiene una fe tan sólida que se podría cortar con un cuchillo».
La fe de tantos cristianos es otra cosa. Se la podría comparar a la del que se mantiene inmóvil, flotando sobre el agua, pero ante un brusco movimiento de las olas pierde la calma y agita frenéticamente brazos y piernas para seguir a flote.
No hay que escandalizarse. Existe un precedente. Se llama Pedro y fue el primer Papa de la Iglesia. Pero hay hombres y hombres. Y épocas y épocas. Se diría que la de Juan Pablo II corresponde a los siglos en los que se vivía entre certezas, así como hoy vivimos entre vacilaciones.
Hubo quienes le lanzaron el calificativo de «medieval» como un reproche, pero también es posible tomarlo como todo lo contrario. Y pensar en las novelas de ciencia-ficción y en un personaje de otros tiempos trasladado al nuestro. Jean Guitton, en su precioso libro de diálogos con Pablo VI, destaca la contemporaneidad de su interlocutor. «Con él escribía Guitton estamos en presencia de una complexión moderna. No se contenta con pensar como nosotros, sino que siente, se angustia y sufre como nosotros: No fue el caso advertía el pensador francés de Juan XXIII, «antiguo» tanto en sus nervios como en la sustancia, por modernos que hubiesen sido sus objetivos. Tampoco fue el caso de Pío XII. A este, otro buen observador, André Frossard, le contemplaba en el balcón de la residencia de Castelgandolfo bendiciendo a la multitud y le recordaba un mosaico de Rávena desprendido de la muralla.
Pues bien; ante Juan Pablo II, nos encontramos con la muralla misma.No debe por eso extrañar que, cuando en uno de mis libros tuve que caracterizar a los distintos Papas con una sola palabra, al llegar a Juan Pablo II no titubease. La palabra era: «Firmeza».
Hay que considerar si, de acuerdo con esa divina providencia que parece haber dado a la Iglesia el Papa necesario para el momento justo, esa firmeza no esta precisamente lo que hacía falta en un momento en el cual, como escribió el teólogo Olegario González de Cardedal, «era necesario establecer la identidad de los cristianos; era la hora de recomponer la unidad de la Iglesia, de suscitar la confianza en el valor de la fe para la vida humana, de afirmar el gozo y la gloria de pertenecer a la Iglesia». Eran las necesidades que acudió a remediar el Papa que pidió a los cristianos que se convirtiesen en «misioneros de certezas», pero que empezó siéndolo él mismo en grado sumo.
¿Han cambiado las necesidades? Es perfectamente legítimo pensar que sí y que, en consecuencia, el nuevo pontificado debía ser diferente del anterior, aunque complementario, como complementarios y coincidentes en el objetivo final, pero diferentes, han sido siempre los pontificados en la historia de la Iglesia. Aunque en ningún caso pueda estar de más la certeza que ha predicado Juan Pablo II y que nunca será tan necesaria como en el próximo milenio. Lanzada cuando se apagaba la última de las grandes utopías sociales contemporáneas _-el comunismo-, la «Centesimus annus» enfoca la sociedad del consumismo, con sus notas positivas, pero también con las negativas del materialismo que está ya reduciendo a la humanidad a la satisfacción de sus instintos más bajos y está configurando un mundo superficial y egoísta, insolidario y cruel.
En 1931 lo anticipó el novelista Aldous Huxley en su obra «un mundo feliz». La reacción de Juan Pablo II ante tan pavorosa perspectiva fue la «nueva evangelización», de la que se hizo portavoz y abanderado incansable por el mundo entero, arrostrando sacrificadamente en los últimos años la carga de un cuerpo quebrantado. Tanto esta «nueva evangelización», como la «Acción Católica» de Pío XI y la apelación a «un mundo mejor» de Pío XII, se pueden interpretar en términos de gran crudeza, con lo que esto implica de esfuerzo colectivo debidamente organizado y dirigido.
También puede ser que, en una época que el teólogo Rahner pronosticaba como de «invernada» para los cristianos, éstos deban asumir más bien el papel de fermento o levadura, que ya desempeñaron durante los tres primeros siglos de historia de la Iglesia. Quizá esta segunda manifestación casi invisible convenga más a los modos humildes y humanamente incomprensibles de que Dios se ha valido preferentemente para difundir su mensaje.
Pero en cualquier caso ese mensaje se deberá apoyar, no tanto en respaldos políticos, sociales o culturales, como en la fe desnuda. Tal como pudimos aprenderla del Papa «medieval» que fue Juan Pablo II, a quien, precisamente por eso, podemos también calificar como un Papa que se adelantó al futuro.
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