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ECUMENISMO, TAREA URGENTE

BARTOLOMEOS
IPatriarca de Constantinopla

No se trata de elaborar un estudio pormenorizado, que exigiría una cronología rigurosa y precisa, sino de exponer, no sin franqueza, algunas impresiones fundamentales.Los intercambios bi-anuales, verdaderamente fraternales, entre Roma y Constantinopla, no se han interrumpido jamás, para alegría y gozo de cada una de nuestras Iglesias.

La obra de consolidación de la fe, emprendida por Juan Pablo II, jalonada por importantes encíclicas propiamente teológicas y culminada en los capítulos doctrinales del nuevo Catecismo, no puede menos de contar con el sincero aprecio de los ortodoxos: basta examinar esta última obra para comprobar que la tradición patrística predomina, de manera decisiva, respecto a la tradición escolástica, bastante menos arraigada en el «humus» de la cristiandad dividida. Asimismo, el cuidado de Juan Pablo II por respetar y evangelizar la religión popular, de dar toda su importancia al culto a la Madre de Dios y a los Santos, nos sumerge en una atmósfera que nos es familiar.

Sin embargo, el pontificado de Juan Pablo II se encuentra en este momento con la coincidencia de una crisis grave de las relaciones entre catolicismo y ortodoxia.La «restauración», para nosotros ortodoxos, únicamente ha tenido perfiles positivos. Ha desembocado, aunque preserva la letra del Concilio Vaticano II, en un reforzamiento del poder de Roma sobre el conjunto de la Iglesia católica, sin tener en cuenta siempre, al parecer, las sinergias que, a nuestro juicio, deben existir entre magisterio y pueblo de Dios.

Una cierta desconfianza hacia las Conferencias Episcopales, embriones quizás de Iglesias locales, desembocó, en el verano del 95, en la carta del cardenal Ratzinger sobre la Iglesia como comunión; esta carta se refería, sin duda, a fenómenos internos del catolicismo, pero muchos teólogos ortodoxos vieron en ella una negación de su propia eclesiología.En cuanto eslavo, Juan Pablo II pareció sensible a la Ortodoxia rusa –mucho más, desde luego, que a la griega– pero esta sensibilidad se queda en un nivel fenomenológico y casi no alcanza el nivel propiamente teológico.

Por ejemplo, jamás ha manifestado interés por el problema del «Filioque»; se ha contentado con repetir –y con hacer repetir al nuevo Catecismo– las definiciones de Florencia, que no hicieron otra cosa que dar un contenido latino a fórmulas griegas, y que el episcopado y el pueblo ortodoxos habían rechazado desde el día siguiente del Concilio. Pero, estos últimos años, grandes teólogos católicos, comprometidos en el diálogo con la Ortodoxia, han abierto los caminos de una superación, para ir más adelante.Sin embargo, las mayores dificultades entre católicos y ortodoxos han provenido del derrumbamiento del mundo comunista.

Las comunidades greco-católicas, liquidadas en 1946-48 por orden de Stalin, se reconstituyeron con el ímpetu del nacionalismo en Ucrania occidental, donde ocuparon lugares de culto sin haber llegado a un verdadero entendimiento y acuerdo previo con los ortodoxos.Dificultades del mismo tipo aparecieron en Eslovaquia, donde las nuevas generaciones, en aquellas regiones que estuvieron unidas a Roma, parecen querer permanecer fieles a la Ortodoxia, a pesar de las reivindicaciones de una minoría en la que no faltan, por otra parte, intelectuales cualificados.Las Iglesias ortodoxas de los países del Este han quedado exangües después de tres cuartos de siglo, o, al menos, medio siglo de aplastamiento totalitario. Tienen muchas dificultades para asumir sus nuevas responsabilidades, especialmente en los ámbitos de la teología fundamental y de la catequesis.

Están a merced del salvaje proselitismo de las sectas, en cuyas redes pueden caer. Por eso han sentido miedo ante ciertas disposiciones tomadas, tal vez demasiado deprisa y sin las oportunas negociaciones previas, por la Iglesia católica. Problemas políticos relativos, por ejemplo, a las relaciones de Polonia con los jóvenes Estados que la flanquean ahora en el Este se interfieren y entremezclan aquí con problemas religiosos.La descomposición de Yugoslavia, a pesar de los llamamientos a la paz por parte de los responsables católicos y ortodoxos, ha agravado todavía más las cosas.

Los ortodoxos de los Balcanes son víctimas hoy de una verdadera fiebre de persecución. Tienen la impresión de que Occidente, y el Vaticano el primero, no les comprenden ni les reconocen verdaderamente. Las relaciones de Roma con la Iglesia ortodoxa cismática de Macedonia –invitada, por ejemplo, a Asís– han acabado de exasperar a los griegos. Por todas partes se habla, en aquella región, de un «complot» contra la Ortodoxia.Hay que reconocer con fuerza que Juan Pablo II, a través de intervenciones personales, como a través de los textos que ha elaborado el Comité «pro Rusia» y el Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos, hizo hecho mucho por disipar malentendidos. Por nuestra parte, estamos decididos a hacer cuanto sea posible por la continuación del diálogo teológico oficial.

Serían deseables, acaso, gestor concretos para quebrar la desconfianza. El cardenal Ratzinger, con ocasión de su visita a la Facultad valdense de Roma, volvió a expresar la idea –que ya había dado a conocer hace tiempo–, de modalidades diversas en el ejercicio del primado romano, como sucedía antes del cisma. ¿El sucesor de Su Santidad Juan Pablo II podrá adoptar abiertamente esta concepción y prever un diálogo que diese a esta idea un contenido preciso? Por nuestra parte, estamos dispuestos. La unidad pertenece a Dios. A nosotros nos quedan la oración, el trabajo y la esperanza.

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