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LUCHA CONTRA LOS NACIONALISMOS EXACERBADOS

MADRID. S. Martín

La experiencia personal de Juan Pablo II, su origen polaco, hizo pensar a alguno que iba a ser un Papa «nacionalista», un subversor de órdenes consagrado por la historia para volver a mapas remotos de connotaciones racistas y románticas.

Ciertamente, Juan Pablo II había sido un luchador por la libertad de su patria, sometida a repartos entre sus poderosos vecinos y privada de libertad y de derechos. Pero el caso polaco sólo podía ser homologado con contadas experiencias en Europa: los países bálticos, alguna república centroeuropea y la delicada situación balcánica, la cual, como se ha visto, ha causado una cruel guerra al querer desenmarañar su complicada madeja.

Desde el primer momento, el nuevo Pontífice se expresó sin paliativos contra la violencia, el terrorismo –muchas veces escudado en pantallas nacionalistas– o el nacionalismo mismo.A pocos meses de su elección, el 2 de abril de 1979, durante uno de los breves discursos que suceden al rezo del Angelus, el Santo Padre manifestó su amargura por «los episodios de violencia criminal producidos recientemente en Roma, en Londres, en Holanda, en España y en otros lugares». «Son episodios –añadió– que ofenden a cuantos tienen sentimientos cristianos o simplemente humanos, de respeto a la vida, que es un sagrado don de Dios».

Lamentó «la ya demasiado larga cadena de delitos que ofenden la dignidad y el honor del hombre. Ruego y auspicio –dijo a continuación– que todos comprendan que no se puede instalar una sociedad justa y bien constituida mediante el odio y la violencia».Terrorismo destructor.

El 26 de junio de ese mismo 1979, en un discurso ante el nuevo embajador de Italia en el Vaticano, Bruno Bottai, el Pontífice se refirió al terrorismo, del cual también Italia era víctima en esos momentos. «De frente al fenómeno de la violencia ciega y el terrorismo destructor, que todavía turban a la sociedad italiana y difunden entre sus componentes alarmas angustiosas y temores paralizantes, la Iglesia católica, mientras disuade a los espíritus de la alucinante tentación de una respuesta otro tanto provocadora y opresiva, se preocupa de fomentar la apertura hacia ideales de libertad, de justicia, de amor».

El 17 de marzo de 1980, en una audiencia concedida a diez mil jóvenes afiliados al movimiento Comunión y Liberación, Juan Pablo II se refirió a la violencia terrorista: «La espiral de la violencia continúa, bárbara y cínicamente, provocando y sembrando odio y muerte. En esta situación, ya de por sí dramática, el aspecto más impresionante para todos los hombres de buena voluntad es la constatación heladora de que unos jóvenes matan a otros jóvenes.

Contagiados y dominados por ideologías aberrantes, unos jóvenes creen que sólo dando muerte pueden transformar esta sociedad. Pero es preciso proclamar con fuerza y convicción que un mundo de justicia, de solidaridad y de paz no se edifica sobre la sangre y los cadáveres de víctimas cuya única culpa es la de pensar de otra manera».

El 21 de abril de 1980, ante ochenta mil personas reunidas en la plaza de San Pedro, se refirió al atentado perpetrado contra el embajador de Turquía ante la Santa Sede, Vecdi Turel, que había resultado herido en un atentado en Roma esa semana.«No es así –dijo– como se resuelven los problemas de la convivencia humana que, al contrario, se agravan, porque se crean confusiones ideológicas, personas inocentes son alcanzadas y se suscitan espirales de una violencia irracional que destruye sin construir y, sobre todo, ofende y humilla al hombre. Elevo mi voz contra esas tremendas expresiones de la barbarie moderna, vengan de donde vengan, que hacen retroceder a la Humanidad hacia siglos oscuros de destrucción y terror y no pueden, precisamente porque recurren a tales extremos, constituir el apoyo de causa alguna».

El 22 de diciembre de 1980, en su discurso navideño ante la Curia vaticana, aludió al problema terrorista de España. «En algunas naciones como España, Italia, Irlanda y otras, continúa de modo gravísimo el peligro del terrorismo y de la violencia, de esa verdadera guerra contra los hombres indefensos y las instituciones, movida por oscuros centros de poder, que no se dan cuenta hasta qué punto el orden que pregonan con la violencia sólo puede crear más violencia. Una vez más –agregó– suplico a los hombres de la violencia, que también son hermanos míos, para que desistan de su camino de muerte; invito a los jóvenes a no dejarse arrastrar por la ideología perversa de la destrucción y del odio y a colaborar con todas las fuerzas generosas que existen en las diversas naciones para construir un mundo a medida del hombre».En la visita que llevó a cabo a España en 1982 se detuvo en Loyola. Allí, en la cuna de San Ignacio y corazón del País Vasco, habló de violencia: «El cristianismo comprende y reconoce la noble y justa lucha por la justicia a todos los niveles, pero prohibe buscar soluciones por caminos de odio y de muerte.

La violencia no es un medio de construcción. Ofende a Dios, a quien la sufre y a quien la practica.»Sobre el terrorismo español Juan Pablo II tuvo palabras aún más explícitas y fuertes en el discurso pronunciado ante los obispos vascos en visita «ad limina» el 24 de octubre de 1986. Antes había recordado la «herencia católica» de nuestra nación y los principales problemas de nuestra sociedad; cuando pasó al terrorismo, el Papa dijo que lo hacía «con harto dolor» y lo llamó «el incalificable azote del terrorismo» que «ninguna sana motivación humana, ninguna recta ideología puede justificar, ni siquiera disculpar». «Cese el odio, generador de muerte y destrucción –añadió–, y que esa actitud de beligerancia no halle ya jamás el más mínimo respaldo en personas que se dicen católicas o animadas de buena voluntad.»

En octubre de 1988 el Papa estuvo en Estrasburgo. Allí, ante las instituciones europeas, se refirió a los problemas del continente. «Ser artesanos de la paz –dijo– es rechazar toda forma de terrorismo. Es hacer todo lo posible para evitar la locura de las guerras. Y es tener coraje de impedir que un injusto agresor reduzca a nuestros hermanos a la esclavitud. No se puede vivir en paz a cualquier precio».Racismo. Se refirió también al racismo, que suele estar en la base de las conductas nacionalistas exacerbadas y del terrorismo. «Repito la más firme condena de todo antisemitismo y de todo racismo, que se oponen a los principios del cristianismo y para los cuales no existe ninguna justificación».

El racismo mereció su condena en otras muchas ocasiones. Habló contra él durante su estancia en Zimbawe (11 de septiembre de 1988): «No podemos aceptar una ideología racista, sobre todo después de la experiencia que hemos vivido en Europa. Para nosotros ésta es una posición moral que a veces tiene más fuerza que una postura política.»

El 1 de septiembre de 1989, en el mensaje dirigido al mundo con motivo del cincuenta aniversario del principio de la segunda guerra mundial, que empezó precisamente por la conquista de Polonia, el Papa dijo: «Es necesario continuar esta búsqueda de la paz en el diálogo y en la oración. El recuerdo de la Segunda Guerra Mundial, los conflictos regionales que se han desencadenado en estos cincuenta años, nos obligan a todos a un empeño constante para que la guerra sea proscrita en todos los lugares del mundo, para que desaparezca como método para resolver los conflictos. Nunca más la guerra.»Faltaba muy poco para que cayera el muro de Berlín, símbolo de la dictadura comunista. Desde aquel momento se notó en los mensajes del Papa una mayor preocupación por el problema del nacionalismo en Europa.

El fin del control marxista hacía peligroso el corrimiento de las fronteras en la vieja Europa y ya empezaba a asomarse el fantasma de la guerra de los Balcanes, amén de la que podía haber estallado en el Báltico.Un año después, con motivo también de la Navidad, el Papa pidió ya abiertamente el fin de la guerra yugoslava, que había estallado con toda su crudeza a lo largo de ese año.

En septiembre de 1992, con motivo de la ruptura de un nuevo e infructuoso alto el fuego, el Papa condenó otra vez la guerra yugoslava. Aprovechando el discurso que solía hacer en los Ángelus, afirmó: «Ha llegado el momento de afirmar que cuanto está sucediendo en aquellas tierras no es digno del hombre, no es digno de Europa».

Ese mismo año tuvo otra intervención centrada específicamente en el problema nacionalista. Fue el 8 de mayo, con motivo de la visita a la región italiana del Friuli, una zona vecina al Alto Adige, que presenta inquietudes independentistas. «Me doy cuenta –dijo– de las resistencias que se pueden encontrar: éstas pueden estar vinculadas a antiguos y no apagados conflictos, a incomprensiones que necesitan una aclaración, a la sutil tentación de transformar el amor patrio en un nacionalismo exagerado, al riesgo de hacer coincidir la defensa de la propia identidad con la exclusión de la de otros.»

El 6 de septiembre de 1993, durante su visita a Lituania habló de reconciliación y de capacidad de perdonar viejas heridas provocadas por enfrentamientos entre naciones vecinas, refiriéndose a los años de invasión de Lituania por Rusia. Lo mismo dijo el 1 de enero de 1996, en la Jornada de la Paz, aunque en esta ocasión mencionó explícitamente el problema nacionalista. «La paz –dijo– está amenazada por un difundido resurgir de nacionalismos y localismos, que enfrentan a un pueblo contra otro, allí donde en cambio las legítimas diversidades étnicas y culturales deberían ser integradas generosamente con la común riqueza de la familia humana universal».

Muy poco después, el 15 de enero de 1994, en la audiencia concedida al cuerpo diplomático acreditado en el Vaticano se refirió al problema de la ex Yugoslavia y dijo claramente que «en la raíz de éste y otros conflictos están los nacionalismos exacerbados.

Estas ideologías no se basan en el legítimo amor a la Patria, sino en un rechazo del otro para imponerse mejor sobre él. Todos los medios son buenos, la exaltación de la raza que lleva a identificar nación con etnia, la sobreestimación del Estado que piensa y decide por todos. Nos encontramos –añadió– ante un nuevo paganismo, la divinización de la nación. La historia ha demostrado que, del nacionalismo, se pasa enseguida al totalitarismo, y que cuando los Estados no son iguales, las personas acaban por no serlo tampoco. Cuando el cristianismo se convierte en instrumento del nacionalismo, queda herido en su corazón y se convierte en estéril.»

En esa ocasión comparó el nacionalismo con el nazismo y citó una frase de la encíclica de Pío XI «Mit brenneder Sorge»: «Quien toma la raza, o el pueblo, o el Estado, o la forma de Estado, o los depositarios del poder, o todo valor fundamental de la comunidad humana, y los diviniza por medio de un culto idolátrico, derriba y falsea el orden de las cosas creado y ordenado por Dios».Europa en peligros. Su preocupación era tanta que, muy pocos días después, el 23 de enero, en la oración especial convocada para rezar por la paz en Bosnia, dijo que, tras la caída del muro de Berlín en 1989, «parecen haber surgido nuevos muros que dividen Europa.

Estas barreras modernas son los nacionalismos. Somos testigos del alzamiento de estas divisiones, como sucede en los Balcanes. Las hostilidades que dividen a los pueblos que antes eran capaces de convivir pacíficamente, son fuente de nueva inquietud y de peligro para Europa y el mundo».La última referencia a este peligro la puso de manifiesto con motivo de su frustrado viaje a Sarajevo y con motivo de la visita que sí logró llevar a cabo a Zagreb en septiembre de 1994.

El Papa condenó en ambas ocasiones –el discurso que pensaba hacer en Sarajevo lo hizo desde Castelgandolfo– la exacerbación de un sentimiento de por sí bueno, el amor a la Patria, hasta convertirse en idolatría. La misma que armó la mano asesina de Hitler.

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