TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN,
DEL CÉNIT AL OCASO
Madrid. José Antonio Fúster
Clarificar, no condenar. Esta fue la política de
Juan Pablo II en relación a la «Teología de la Liberación». Gracias a esta política,
generosamente practicada en el seno de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II y
refrendada a lo largo del último Pontificado, hemos podido asistir al rápido declive de
un «movimiento» que confundió la libertad con la lucha de clases, aparcó la
evangelización y perdió el horizonte de la ética cristiana: el carácter absoluto de la
distinción entre el bien y el mal. También es cierto que a este ocaso ha contribuido el
derrumbamiento de la ideología política en que se inspiraban algunos de los principales
pensadores «liberacionistas»: el marxismo.
En el fondo, el derrumbe del Muro de Berlín fue un
golpe de muerte del que ya no se pudieron recuperar, pues dejaron de tener crédito
aquellas declaraciones de Leonardo Boff tras visitar Moscú en las que afirmaba que allí
estaba el «paraíso» de los trabajadores.
En la maniquea y simplista distinción entre el
bien y el mal, la Teología de la Liberación se atribuyó el mérito de haber nacido del
«bien». Si cualquier teología, enraizada en la palabra de Dios, y debidamente
interpretada, debe ser considerada como una bendición para la Iglesia, esta, además,
traía de la mano un lenguaje mucho más próximo a la realidad de los pueblos del Tercer
Mundo, que necesitan productos de fácil consumo, sin laboratorios de por medio. Sin
embargo, el reduccionismo de la fe aplicado por sus teólogos gracias al contagio de
ciertos análisis marxistas, consiguieron que aquella hipotética bendición se
transformara en una pérdida de vista de lo que es esencial.
Nacida en El Escorial
La Teología de la Liberación nació en la década
de los setenta, hija de la teología progresista alemana, El «grupo» de teólogos
–Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff, Enrique Dussel, Hugo Hassmann y los jesuitas Jon
Sobrino e Ignacio Ellacuría, entre otros– trataron, obsesiva y casi radicalmente, de
otorgar una denominación de origen «latinoamericana» a lo que ellos consideraron «una
nueva teología».
Su presentación en sociedad tuvo lugar, sin
embargo, en España, en el transcurso del «Encuentro de El Escorial» de 1972.Lo
realmente novedoso de este movimiento teológico era que no trataba de imbuir a la
teología «tradicional» de aspectos liberacionistas, sino que lo que pretendieron fue
reinterpretar la teología en su totalidad a partir del olvido de la ortodoxia y llevando
a cabo una política de acción revolucionaria e izquierdista. El error de Boff y
compañía –hombres inteligentes y preparados, no demagogos baratos– fue no caer
en la cuenta, o no querer reconocer que la revolución que ha acompañado desde hace
veinte siglos la Iglesia de Cristo es una revolución de los espíritus. Así lo ha
entendido la Historia, relegando este movimiento teológico a sus propias entrañas,
convirtiéndolo en pasado.
La Teología de la Liberación trató de
reinterpretar el mensaje de Jesucristo en función de intereses políticos, centrados en
lo que se ha denominado «la lucha de clases», con lo cual se deja el paso franco a la
justificación de la violencia de los oprimidos –incluso asumiéndola como
necesaria–. En esa «reinterpretación conflictiva del Evangelio» que propugnaba
Gustavo Gutiérrez, se encerraba una profunda contradicción con la que tuvo que luchar
Juan Pablo II y que motivó, en 1984, que saliera a la luz el documento «clarificador»
–nunca una condena– de las manos del cardenal Ratzinger, prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe.Absoluta impunidad
Clarificar y reconducir
El primer documento oficial, «Libertatis
nuntius», ya apuntaba la necesidad, plasmada luego en la «Instrucción sobre Libertad
Cristiana y Liberación», de «llamar la atención sobre las desviaciones y los riesgos
de desviación» de la Teología de la Liberación, «ruinosos para la fe y la vida
cristiana».
El documento, como tal, no atacaba, sino que
trataba de poner el dedo en la llaga ante ciertos análisis «políticos» que habían
acabado por invadirlo todo.Esta invasión encontró, desgraciadamente, un terreno abonado
en el miedo de ciertos ministros de Dios –altas autoridades eclesíasticas– a
ser tachados de «conservadores» si se oponían al «progresismo» que decía encerrar
este movimiento. El silencio cómplice fue la desgraciada respuesta. Un silencio que
dejaba operar, en la más absoluta impunidad, a estas corrientes reduccionistas de la fe.
El siglo XX se ha caracterizado, al menos en el
seno de la Iglesia, por una preocupación activa por la liberación de las clases obreras.
Toda acción –teológica, espiritual– encaminada a este fin, ha recibido desde
la cátedra de San Pedro los más encendidos elogios e incluso las más firmes
recomendaciones. Sin embargo no hay que olvidar que esos justos deseos han producido,
precisamente en la última mitad de este siglo, los más duros sistemas totalitarios que
conoció la Historia en Iberoamérica.
En el marxismo, tal como ha sido vivido, se pueden
distinguir diversos aspectos y cuestiones planteadas a los cristianos para la reflexión y
la acción. Sin embargo «sería ilusorio y peligroso llegar a olvidar, tal y como afirma
el documento vaticano, el íntimo vínculo que une al movimiento radicalmente, aceptar los
elementos del análisis marxista sin reconocer su relación con la ideología, entrar en
la práctica de la lucha de clases y de su interpretación marxista dejando de percibir el
tipo de sociedad totalitaria a la cual conduce este proceso».
Libertad en Cristo
La liberación, y así lo entendió Ratzinger, no
puede dejar de encontrar un eco amplio y fraternal en el corazón y en el espíritu de los
cristianos. Por lo tanto, y precisamente en esas tierras donde la explotación sigue
siendo –aunque cada vez menos– una constante, la llamada «Teología de la
Liberación» había encontrado una tierra de labor que debía ser tratada desde una
óptica cristiana. Sin embargo, sus teólogos, preocupado en un primer momento por generar
un compromiso por la Justicia, pusieron como primer imperativo la revolución radical de
las relaciones sociales.
Este error de base consiguió que entraran en el
camino de la negación del sentido de la persona y de su trascendencia, arruinando su
ética y su fundamento. ¿Cuales fueron los logros de la teología de la liberación? En
los primeros momentos de la acción de este «equipo» de teólogos, su atención al
mensaje de libertad del Evangelio de Cristo estaba llena de promesas. Liberación, ante
todo y principalmente, de la esclavitud radical del pecado.
Lógicamente reclama la liberación de múltiples
esclavitudes de orden cultural, económico, social y político que, en definitiva, derivan
del pecado y que impiden a los hombres vivir en dignidad.
Este hallazgo –que no hay que atribuir en su
totalidad al «movimiento», aunque fuera uno de sus más claros impulsores–
necesitaba para asegurar una reflexión teológica profunda «discernir claramente lo que
es fundamental y lo que pertenece a las consecuencias», como afirmaba, sin dejar
resquicios, el documento firmado por Ratzinger y auspiciado por Juan Pablo II.
Consecuencias y no necesidades, esta fue la
política de los teólogos de la liberación, que cayeron en las redes de la utopía
marxista desarrollando un izquierdismo que, en su expansión, necesita de la negación de
Dios para la afirmación del hombre, lo que conduce, irremisiblemente, a poner entre
paréntesis la evangelización que supone la plataforma fundamental del cristiano.
El segundo documento de la Congregación para la
Doctrina de la Fe cayó como una losa sobre los teólogos de la liberación. Como una
losa, pero no precisamente por la condena, sino por la sabia prudencia vaticana, que les
privaba de toda oportunidad de convertirse en mártires ante los medios de comunicación.
Ante el fuerte tirón de orejas a unos hijos descarriados, los hombres de la
«liberación» quisieron dejar constancia de que el documento no les afectaba.La historia
ha seguido su curso y el resultado es patente: declive y ocaso, tras un cénit efímero,
lamentablemente efímero.
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