EL MANIFIESTO DE COLONIA
Madrid. R. C.
El año de la caída del Muro fue también
protagonista de encendidas polémicas entre el Vaticano y los teólogos más
contestatarios. El redentorista alemán Bernhard Haring envió a principios de año una
carta de protesta a Juan Pablo II en la que criticaba a su teólogo personal, Carlo
Cafarra, por su condena tajante del uso de preservativos. Haring pedía la convocatoria de
una consulta mundial sobre la doctrina de la contracepción.
El teólogo germano ya había defendido antes el
derecho de los divorciados a comulgar además de cuestionar la doctrina vaticana sobre la
inseminación artificial, la homosexualidad y la sexualidad no orientada a la
procreación.Haring había afrontado un proceso en 1975 por su obra «Ética Médica» y
en 1979 fue de nuevo llamado a Roma para dar explicaciones de su libro «Libres y fieles
en Cristo», por el que fue amonestado. En 1989 se decidió a hacer públicas sus
experiencias con la Congregación en el libro «Fe, Historia y Moral», lo que
desencadenó una polémica. Haring comparaba al antiguo Santo Oficio con los tribunales
nazis, ante los que compareció durante la Segunda Guerra Mundial.
El teólogo quería evitar la publicación del
Manifiesto de Colonia, que relevantes teólogos -con Küng a la cabeza- estaban
preparando.Pero el Manifiesto de Colonia salió a la luz, respaldado por doscientos
profesores de teología. Los reproches a Roma eran fundamentalmente tres: el nombramiento
de obispos obviando a las iglesias locales, la prohibición a teólogos críticos de
ejercer el profesorado y la autoridad incontestable del Pontífice en temas doctrinales.
Respecto a este último punto afirmaban: «Somos testigos de un intento por parte del
Papa, altamente cuestionable desde el punto de vista teológico, de asumir y excederse de
forma improcedente en las competencias no sólo jurisdiccionales, sino también
doctrinales».«Cuando el Papa hace lo que no es de su incumbencia, no puede exigir la
obediencia en nombre del catolicismo. Debe esperar que se le contradiga», concluía el
manifiesto.
El Vaticano se mantuvo firme y en un editorial
publicado en L’Observatore excluía la posibilidad de aceptar excepción doctrinal
alguna en el uso de anticonceptivos. «La contracepción, en sí misma y por sí misma, es
siempre un desorden moral». Y no faltaba la réplica a Haring y los firmantes del
Manifiesto de Colonia: «Alimentan dudas y crean confusión con contestaciones públicas
de enseñanzas magisteriales constantemente repetidas».
En su libro, el redentorista alemán tildaba a los
teólogos vaticanos de «terroristas de la fe» y hacía pública su desconfianza por la
relación del Papa con los teólogos moralistas dada «su altísima consideración por la
castidad, que puede ser burdamente explotada por moralistas obsesivos y alarmistas
incapaces de entender los desastres provocados por el sexto mandamiento».
El Manifiesto de Colonia también tuvo su eco en
España al suscribir sus quejas un grupo de 63 teólogos de distintas universidades. Los
firmantes arremetían con inusitada dureza contra el Vaticano al asegurar que sus
actuaciones «excluyentes, discriminatorias y autoritarias significan un grave riesgo para
la tarea de hacer verosímil el mensaje de fraternidad y libertad, sustantivo del
Evangelio».
Destituciones
Un año antes, en 1988, una de las decisiones
vaticanas que levantó una mayor polvareda entre los teólogos españoles llamados
progresistas fue la destitución de los jesuitas José María Castillo y Juan Antonio
Estrada como profesores de Teológica en la Universidad de Granada; y la del claretiano
Benjamín Forcano, relevado en su cargo de director de la revista Misión Abierta.
Castillo respondió a Roma afirmando que no se
consideraba un teólogo rebelde aunque reconoció su consonancia ideológica con los
postulados de la Teología de la Liberación. El jesuita tachó de «difícilmente
comprensible e incluso escandaloso» la manera de ejercer la autoridad y llevar el
funcionamiento de la Iglesia aunque se mostró dispuesto a aceptar la decisión de sus
superiores «porque soy religioso y como tal debo obediencia a mis superiores». Un grupo
de sacerdotes y de cristianos comprometidos -entre los que se encontraban Joaquín
Ruiz-Giménez, José Luis Aranguren y el jesuita José María Díez Alegría- salió en
defensa de los destituidos mediante la publicación de un manifiesto en el que mostraban
su disconformidad.
Por su parte, los obispos españoles siempre han
respondido a estas o similares acusaciones de algunos teólogos a Roma con el mismo
argumento: Las páginas de los periódicos no son el foro adecuado para ventilar las
diferencias teológicas, que deben ser resueltas de puertas para dentro. Es decir, los
trapos sucios, a lavarlos en casa. En concreto, en octubre de 1989, el Episcopado dejó
bien clara su postura mediante una nota sobre la función del teólogo en la Iglesia. Les
pedían no caer en la tentación de convertirse en grupos de presión animándoles a
manifestar sus opiniones en los foros teológicos «en lugar de verter sus acusaciones en
los periódicos, con lo que sólo consiguen desprestigiar a la Iglesia».
En junio de 1998, el Papa ordenó modificar el
Catecismo para exigir a los teólogos un juramento de fidelidad no sólo a los dogmas de
la Iglesia sino también a las verdades consideradas como no de fe, tales como la condena
del aborto y el rechazo a la ordenación sacerdotal de las mujeres.
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