Redemptoris Mater (25 de marzo
de 1987)
CARTA ENCÍCLICA REDEMPTORIS
MATER DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II SOBRE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA EN LA
VIDA DE LA IGLESIA PEREGRINA
Venerables Hermanos
amadísimos hijos e hijas:
¡Salud y Bendición Apostólica!
INTRODUCCIÓN
1. La Madre del Redentor tiene un lugar preciso en
el plan de la salvación, porque « al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su
Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la
ley, para que recibieran la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios
ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! » (Gál
4, 4-6).
Con estas palabras del apóstol Pablo, que el
Concilio Vaticano II cita al comienzo de la exposición sobre la bienaventurada Virgen
María,(1) deseo iniciar también mi reflexión sobre el significado que María tiene en
el misterio de Cristo y sobre su presencia activa y ejemplar en la vida de la Iglesia.
Pues, son palabras que celebran conjuntamente el amor del Padre, la misión del Hijo, el
don del Espíritu, la mujer de la que nació el Redentor, nuestra filiación divina, en el
misterio de la « plenitud de los tiempos ».(2)
Esta plenitud delimita el momento, fijado desde
toda la eternidad, en el cual el Padre envió a su Hijo « para que todo el que crea en
él no perezca sino que tenga vida eterna » (Jn 3, 16). Esta plenitud señala el
momento feliz en el que « la Palabra que estaba con Dios ... se hizo carne, y puso su
morada entre nosotros » (Jn 1, 1. 14), haciéndose nuestro hermano. Esta misma
plenitud señala el momento en que el Espíritu Santo, que ya había infundido la plenitud
de gracia en María de Nazaret, plasmó en su seno virginal la naturaleza humana de
Cristo. Esta plenitud define el instante en el que, por la entrada del eterno en el
tiempo, el tiempo mismo es redimido y, llenándose del misterio de Cristo, se convierte
definitivamente en « tiempo de salvación ». Designa, finalmente, el comienzo arcano del
camino de la Iglesia. En la liturgia, en efecto, la Iglesia saluda a María de Nazaret
como a su exordio,(3) ya que en la Concepción inmaculada ve la proyección, anticipada en
su miembro más noble, de la gracia salvadora de la Pascua y, sobre todo, porque en el
hecho de la Encarnación encuentra unidos indisolublemente a Cristo y a María: al que es
su Señor y su Cabeza y a la que, pronunciando el primer fiat de la Nueva Alianza,
prefigura su condición de esposa y madre.
2. La Iglesia, confortada por la presencia de
Cristo (cf. Mt 28, 20), camina en el tiempo hacia la consumación de los
siglos y va al encuentro del Señor que llega. Pero en este camino —deseo destacarlo
enseguida— procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen
María, que « avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con
su Hijo hasta la Cruz ».(4) Tomo estas palabras tan densas y evocadoras de la
Constitución Lumen gentium, que en su parte final traza una síntesis eficaz de la
doctrina de la Iglesia sobre el tema de la Madre de Cristo, venerada por ella como madre
suya amantísima y como su figura en la fe, en la esperanza y en la caridad.
Poco después del Concilio, mi gran predecesor
Pablo VI quiso volver a hablar de la Virgen Santísima, exponiendo en la Carta Encíclica Christi
Matri y más tarde en las Exhortaciones Apostólicas Signum magnum y
Marialis cultus (5) los fundamentos y criterios de aquella singular veneración que la
Madre de Cristo recibe en la Iglesia, así como las diferentes formas de devoción mariana
—litúrgicas, populares y privadas— correspondientes al espíritu de la fe.
3. La circunstancia que ahora me empuja a volver
sobre este tema es la perspectiva del año dos mil, ya cercano, en el que el
Jubileo bimilenario del nacimiento de Jesucristo orienta, al mismo tiempo, nuestra mirada
hacia su Madre. En los últimos años se han alzado varias voces para exponer la
oportunidad de hacer preceder tal conmemoración por un análogo Jubileo, dedicado a la
celebración del nacimiento de María.
En realidad, aunque no sea posible establecer un
preciso punto cronológico para fijar la fecha del nacimiento de María, es
constante por parte de la Iglesia la conciencia de que María apareció antes de Cristo
en el horizonte de la historia de la salvación.(6) Es un hecho que, mientras
se acercaba definitivamente « la plenitud de los tiempos », o sea el acontecimiento
salvífico del Emmanuel, la que había sido destinada desde la eternidad para ser su Madre
ya existía en la tierra. Este « preceder » suyo a la venida de Cristo se refleja cada
año en la liturgia de Adviento. Por consiguiente, si los años que se acercan a la
conclusión del segundo Milenio después de Cristo y al comienzo del tercero se refieren a
aquella antigua espera histórica del Salvador, es plenamente comprensible que en este
período deseemos dirigirnos de modo particular a la que, en la « noche » de la espera
de Adviento, comenzó a resplandecer como una verdadera « estrella de la mañana » (Stella
matutina). En efecto, igual que esta estrella junto con la « aurora »
precede la salida del sol, así María desde su concepción inmaculada ha precedido la
venida del Salvador, la salida del « sol de justicia » en la historia del género
humano.(7)
Su presencia en medio de Israel —tan discreta
que pasó casi inobservada a los ojos de sus contemporáneos— resplandecía
claramente ante el Eterno, el cual había asociado a esta escondida « hija de Sión »
(cf. So 3, 14; Za 2, 14) al plan salvífico que abarcaba toda la historia de
la humanidad. Con razón pues, al término del segundo Milenio, nosotros los cristianos,
que sabemos como el plan providencial de la Santísima Trinidad sea la realidad central
de la revelación y de la fe, sentimos la necesidad de poner de relieve la presencia
singular de la Madre de Cristo en la historia, especialmente durante estos últimos años
anteriores al dos mil.
4. Nos prepara a esto el Concilio Vaticano II,
presentando en su magisterio a la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la
Iglesia. En efecto, si es verdad que « el misterio del hombre sólo se esclarece en
el misterio del Verbo encarnado » —como proclama el mismo Concilio (8)—, es
necesario aplicar este principio de modo muy particular a aquella excepcional « hija de
las generaciones humanas », a aquella « mujer » extraordinaria que llegó a ser Madre
de Cristo. Sólo en el misterio de Cristo se esclarece plenamente su misterio. Así,
por lo demás, ha intentado leerlo la Iglesia desde el comienzo. El misterio de la
Encarnación le ha permitido penetrar y esclarecer cada vez mejor el misterio de la Madre
del Verbo encarnado. En este profundizar tuvo particular importancia el Concilio de Éfeso
(a. 431) durante el cual, con gran gozo de los cristianos, la verdad sobre la maternidad
divina de María fue confirmada solemnemente como verdad de fe de la Iglesia. María es
la Madre de Dios (Theotókos), ya que por obra del Espíritu Santo concibió en
su seno virginal y dio al mundo a Jesucristo, el Hijo de Dios consubstancial al Padre.(9)
« El Hijo de Dios... nacido de la Virgen María... se hizo verdaderamente uno de los
nuestros... »,(10) se hizo hombre. Así pues, mediante el misterio de Cristo, en el
horizonte de la fe de la Iglesia resplandece plenamente el misterio de su Madre. A su vez,
el dogma de la maternidad divina de María fue para el Concilio de Éfeso y es para la
Iglesia como un sello del dogma de la Encarnación, en la que el Verbo asume realmente en
la unidad de su persona la naturaleza humana sin anularla.
5. El Concilio Vaticano II, presentando a María en
el misterio de Cristo, encuentra también, de este modo, el camino para profundizar en el
conocimiento del misterio de la Iglesia. En efecto, María, como Madre de Cristo, está
unida de modo particular a la Iglesia, « que el Señor constituyó como su Cuerpo
».(11) El texto conciliar acerca significativamente esta verdad sobre la Iglesia como
cuerpo de Cristo (según la enseñanza de las Cartas paulinas) a la verdad de que
el Hijo de Dios « por obra del Espíritu Santo nació de María Virgen ». La realidad de
la Encarnación encuentra casi su prolongación en el misterio de la Iglesia-cuerpo de
Cristo. Y no puede pensarse en la realidad misma de la Encarnación sin hacer
referencia a María, Madre del Verbo encarnado.
En las presentes reflexiones, sin embargo, quiero
hacer referencia sobre todo a aquella « peregrinación de la fe », en la que « la
Santísima Virgen avanzó », manteniendo fielmente su unión con Cristo.(12) De esta
manera aquel doble vínculo, que une la Madre de Dios a Cristo y a la Iglesia, adquiere
un significado histórico. No se trata aquí sólo de la historia de la Virgen Madre, de
su personal camino de fe y de la « parte mejor » que ella tiene en el misterio de la
salvación, sino además de la historia de todo el Pueblo de Dios, de todos los que
toman parte en la misma peregrinación de la fe.
Esto lo expresa el Concilio constatando en otro
pasaje que María « precedió », convirtiéndose en « tipo de la Iglesia ... en el
orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo ».(13) Este « preceder
» suyo como tipo, o modelo, se refiere al mismo misterio íntimo de la Iglesia, la
cual realiza su misión salvífica uniendo en sí —como María— las cualidades
de madre y virgen. Es virgen que « guarda pura e íntegramente la fe prometida al
Esposo » y que « se hace también madre ... pues ... engendra a una vida nueva e
inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios ».(14)
6. Todo esto se realiza en un gran proceso
histórico y, por así decir, « en un camino ». La peregrinación de la fe indica la
historia interior, es decir la historia de las almas. Pero ésta es también la
historia de los hombres, sometidos en esta tierra a la transitoriedad y comprendidos en la
dimensión de la historia. En las siguientes reflexiones deseamos concentrarnos ante todo
en la fase actual, que de por sí no es aún historia, y sin embargo la plasma sin cesar,
incluso en el sentido de historia de la salvación. Aquí se abre un amplio espacio,
dentro del cual la bienaventurada Virgen María sigue « precediendo »
al Pueblo de Dios. Su excepcional peregrinación de la fe representa un punto
de referencia constante para la Iglesia, para los individuos y comunidades, para los
pueblos y naciones, y, en cierto modo, para toda la humanidad. De veras es difícil
abarcar y medir su radio de acción.
El Concilio subraya que la Madre de Dios es ya
el cumplimiento escatológico de la Iglesia: « La Iglesia ha alcanzado en la
Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (cf. Ef
5, 27) » y al mismo tiempo que « los fieles luchan todavía por crecer en
santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que
resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos ».(15) La
peregrinación de la fe ya no pertenece a la Madre del Hijo de Dios; glorificada junto al
Hijo en los cielos, María ha superado ya el umbral entre la fe y la visión « cara a
cara » (1 Cor 13, 12). Al mismo tiempo, sin embargo, en este cumplimiento
escatológico no deja de ser la « Estrella del mar » (Maris Stella)
(16) para todos los que aún siguen el camino de la fe. Si alzan los ojos hacia ella
en los diversos lugares de la existencia terrena lo hacen porque ella « dio a luz al
Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29)
»,(17) y también porque a la « generación y educación » de estos hermanos y hermanas
« coopera con amor materno ».(18)
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