Centesimus Annus (1 de mayo de
1991)
CARTA ENCÍCLICA CENTESIMUS
ANNUS DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II A SUS HERMANOS EN EL EPISCOPADO AL CLERO A
LAS FAMILIAS RELIGIOSAS A LOS FIELES DE LA IGLESIA CATÓLICA Y A TODOS LOS HOMBRES DE
BUENA VOLUNTAD EN EL CENTENARIO DE LA RERUM NOVARUM
Venerables hermanos,
amadísimos hijos e hijas:
¡Salud y bendición apostólica!
INTRODUCCIÓN
1. El centenario de la promulgación de la
encíclica de mi predecesor León XIII, de venerada memoria, que comienza con las palabras
Rerum novarum 1, marca una fecha de relevante importancia en la historia reciente
de la Iglesia y también en mi pontificado. A ella, en efecto, le ha cabido el privilegio
de ser conmemorada, con solemnes documentos, por los Sumos Pontífices, a partir de su
cuadragésimo aniversario hasta el nonagésimo: se puede decir que su íter histórico ha
sido recordado con otros escritos que, al mismo tiempo, la actualizaban 2.
Al hacer yo otro tanto para su primer centenario, a
petición de numerosos obispos, instituciones eclesiales, centros de estudios, empresarios
y trabajadores, bien sea a título personal, bien en cuanto miembros de asociaciones,
deseo ante todo satisfacer la deuda de gratitud que la Iglesia entera ha contraído con el
gran Papa y con su «inmortal documento»3. Es también mi deseo mostrar cómo la rica
savia, que sube desde aquella raíz, no se ha agotado con el paso de los años, sino
que, por el contrario, se ha hecho más fecunda. Dan testimonio de ello las
iniciativas de diversa índole que han precedido, las que acompañan y las que seguirán a
esta celebración; iniciativas promovidas por las Conferencias episcopales, por organismos
internacionales, universidades e institutos académicos, asociaciones profesionales, así
como por otras instituciones y personas en tantas partes del mundo.
2. La presente encíclica se sitúa en el marco de
estas celebraciones para dar gracias a Dios, del cual «desciende todo don excelente y
toda donación perfecta» (St 1, 17), porque se ha valido de un documento, emanado
hace ahora cien años por la Sede de Pedro, el cual había de dar tantos beneficios a la
Iglesia y al mundo y difundir tanta luz. La conmemoración que aquí se hace se refiere a
la encíclica leoniana y también a las encíclicas y demás escritos de mis predecesores,
que han contribuido a hacerla actual y operante en el tiempo, constituyendo así la que
iba a ser llamada «doctrina social», «enseñanza social» o también «magisterio
social» de la Iglesia.
A la validez de tal enseñanza se refieren ya dos
encíclicas que he publicado en los años de mi pontificado: la Laborem exercens
sobre el trabajo humano, y la Sollicitudo rei socialis sobre los problemas actuales
del desarrollo de los hombres y de los pueblos 4.
3. Quiero proponer ahora una «relectura» de la
encíclica leoniana, invitando a «echar una mirada retrospectiva» a su propio texto,
para descubrir nuevamente la riqueza de los principios fundamentales formulados en ella,
en orden a la solución de la cuestión obrera. Invito además a «mirar alrededor», a
las «cosas nuevas» que nos rodean y en las que, por así decirlo, nos hallamos inmersos,
tan diversas de las «cosas nuevas» que caracterizaron el último decenio del siglo
pasado. Invito, en fin, a «mirar al futuro», cuando ya se vislumbra el tercer milenio de
la era cristiana, cargado de incógnitas, pero también de promesas. Incógnitas y
promesas que interpelan nuestra imaginación y creatividad, a la vez que estimulan nuestra
responsabilidad, como discípulos del único maestro, Cristo (cf. Mt 23, 8), con
miras a indicar el camino a proclamar la verdad y a comunicar la vida que es él mismo
(cf. Jn 14, 6).
De este modo, no sólo se confirmará el valor
permanente de tales enseñanzas, sino que se manifestará también el verdadero
sentido de la Tradición de la Iglesia, la cual, siempre viva y siempre vital, edifica
sobre el fundamento puesto por nuestros padres en la fe y, singularmente, sobre el que ha
sido «transmitido por los Apóstoles a la Iglesia»5, en nombre de Jesucristo, el
fundamento que nadie puede sustituir (cf. 1 Co 3, 11).
Consciente de su misión como sucesor de Pedro,
León XIII se propuso hablar, y esta misma conciencia es la que anima hoy a su sucesor. Al
igual que él y otros Pontífices anteriores y posteriores a él, me voy a inspirar en la
imagen evangélica del «escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los cielos», del
cual dice el Señor que «es como el amo de casa que saca de su tesoro cosas nuevas y
cosas viejas» (Mt 13, 52). Este tesoro es la gran corriente de la Tradición de la
Iglesia, que contiene las «cosas viejas», recibidas y transmitidas desde siempre, y que
permite descubrir las «cosas nuevas», en medio de las cuales transcurre la vida de la
Iglesia y del mundo.
De tales cosas que, incorporándose a la
Tradición, se hacen antiguas, ofreciendo así ocasiones y material para enriquecimiento
de la misma y de la vida de fe, forma parte también la actividad fecunda de millones y
millones de hombres, quienes a impulsos del magisterio social se han esforzado por
inspirarse en él con miras al propio compromiso con el mundo. Actuando individualmente o
bien coordinados en grupos, asociaciones y organizaciones, ellos han constituido como un gran
movimiento para la defensa de la persona humana y para la tutela de su dignidad, lo
cual, en las alternantes vicisitudes de la historia, ha contribuido a construir una
sociedad más justa o, al menos, a poner barreras y límites a la injusticia.
La presente encíclica trata de poner en evidencia
la fecundidad de los principios expresados por León XIII, los cuales pertenecen al
patrimonio doctrinal de la Iglesia y, por ello, implican la autoridad del Magisterio. Pero
la solicitud pastoral me ha movido además a proponer el análisis de algunos
acontecimientos de la historia reciente. Es superfluo subrayar que la consideración
atenta del curso de los acontecimientos, para discernir las nuevas exigencias de la
evangelización, forma parte del deber de los pastores. Tal examen sin embargo no pretende
dar juicios definitivos, ya que de por sí no atañe al ámbito específico del
Magisterio.
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