Veritatis Splendor (6 de agosto
de 1993)
CARTA ENCICLICA VERITATIS
SPLENDOR DEL SUMO PONTIFICE JUAN PABLO II A TODOS LOS OBISPOS DE LA IGLESIA
CATOLICA SOBRE ALGUNAS CUESTIONES FUNDAMENTALES DE LA ENSEÑANZA MORAL DE LA IGLESIA
Venerables hermanos en el episcopado,
salud y bendición apostólica.
El esplendor de la verdad brilla en todas las obras
del Creador y, de modo particular, en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn
1, 26), pues la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre, que de
esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor. Por esto el salmista exclama: «¡Alza
sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!» (Sal 4, 7).
INTRODUCCIÓN
Jesucristo, luz verdadera que ilumina a todo
hombre
1. Llamados a la salvación mediante la fe en
Jesucristo, «luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9), los hombres
llegan a ser «luz en el Señor» e «hijos de la luz» (Ef 5, 8), y se santifican
«obedeciendo a la verdad» (1 P 1, 22).
Mas esta obediencia no siempre es fácil. Debido al
misterioso pecado del principio, cometido por instigación de Satanás, que es «mentiroso
y padre de la mentira» (Jn 8, 44), el hombre es tentado continuamente a apartar su
mirada del Dios vivo y verdadero y dirigirla a los ídolos (cf. 1 Ts 1, 9),
cambiando «la verdad de Dios por la mentira» (Rm 1, 25); de esta manera, su
capacidad para conocer la verdad queda ofuscada y debilitada su voluntad para someterse a
ella. Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo (cf. Jn 18, 38),
busca una libertad ilusoria fuera de la verdad misma.
Pero las tinieblas del error o del pecado no pueden
eliminar totalmente en el hombre la luz de Dios creador. Por esto, siempre permanece en lo
más profundo de su corazón la nostalgia de la verdad absoluta y la sed de alcanzar la
plenitud de su conocimiento. Lo prueba de modo elocuente la incansable búsqueda del
hombre en todo campo o sector. Lo prueba aún más su búsqueda del sentido de la vida.
El desarrollo de la ciencia y la técnica —testimonio espléndido de las
capacidades de la inteligencia y de la tenacidad de los hombres—, no exime a la
humanidad de plantearse los interrogantes religiosos fundamentales, sino que más bien la
estimula a afrontar las luchas más dolorosas y decisivas, como son las del corazón y de
la conciencia moral.
2. Ningún hombre puede eludir las preguntas
fundamentales: ?qué debo hacer?, ?cómo puedo discernir el bien del mal? La respuesta es
posible sólo gracias al esplendor de la verdad que brilla en lo más íntimo del
espíritu humano, como dice el salmista: «Muchos dicen: "?Quién nos hará ver la
dicha?". Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!» (Sal 4, 7).
La luz del rostro de Dios resplandece con toda su
belleza en el rostro de Jesucristo, «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15),
«resplandor de su gloria» (Hb 1, 3), «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,
14): él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Por esto la respuesta
decisiva a cada interrogante del hombre, en particular a sus interrogantes religiosos y
morales, la da Jesucristo; más aún, como recuerda el concilio Vaticano II, la respuesta
es la persona misma de Jesucristo: «Realmente, el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura
del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la
misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación»1.
Jesucristo, «luz de los pueblos», ilumina el
rostro de su Iglesia, la cual es enviada por él para anunciar el Evangelio a toda
criatura (cf. Mc 16, 15)2. Así la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las
naciones3, mientras mira atentamente a los nuevos desafíos de la historia y a los
esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda del sentido de la vida, ofrece a todos
la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de su Evangelio. En la Iglesia está
siempre viva la conciencia de su «deber permanente de escrutar a fondo los signos de los
tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, de manera adecuada a cada
generación, pueda responder a los permanentes interrogantes de los hombres sobre el
sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas»4.
3. Los pastores de la Iglesia, en comunión con el
Sucesor de Pedro, están siempre cercanos a los fieles en este esfuerzo, los acompañan y
guían con su magisterio, hallando expresiones siempre nuevas de amor y misericordia para
dirigirse no sólo a los creyentes sino también a todos los hombres de buena voluntad. El
concilio Vaticano II sigue siendo un testimonio privilegiado de esta actitud de la Iglesia
que, «experta en humanidad»5, se pone al servicio de cada hombre y de todo el mundo6.
La Iglesia sabe que la cuestión moral incide
profundamente en cada hombre; implica a todos, incluso a quienes no conocen a Cristo, su
Evangelio y ni siquiera a Dios. Ella sabe que precisamente por la senda de la vida
moral está abierto a todos el camino de la salvación, como lo ha recordado
claramente el concilio Vaticano II: «Los que sin culpa suya no conocen el evangelio de
Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la
ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su
conciencia, pueden conseguir la salvación eterna». Y prosigue: «Dios, en su
providencia, tampoco niega la ayuda necesaria a los que, sin culpa, todavía no han
llegado a conocer claramente a Dios, pero se esfuerzan con su gracia en vivir con
honradez. La Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero que hay en ellos, como una
preparación al Evangelio y como un don de Aquel que ilumina a todos los hombres para que
puedan tener finalmente vida»7.
Objeto de la presente encíclica
4. Siempre, pero sobre todo en los dos últimos
siglos, los Sumos Pontífices, ya sea personalmente o junto con el Colegio episcopal, han
desarrollado y propuesto una enseñanza moral sobre los múltiples y diferentes
ámbitos de la vida humana. En nombre y con la autoridad de Jesucristo, han exhortado,
denunciado, explicado; por fidelidad a su misión, y comprometiéndose en la causa del
hombre, han confirmado, sostenido, consolado; con la garantía de la asistencia del
Espíritu de verdad han contribuido a una mejor comprensión de las exigencias morales en
los ámbitos de la sexualidad humana, de la familia, de la vida social, económica y
política. Su enseñanza, dentro de la tradición de la Iglesia y de la historia de la
humanidad, representa una continua profundización del conocimiento moral8.
Sin embargo, hoy se hace necesario reflexionar
sobre el conjunto de la enseñanza moral de la Iglesia, con el fin preciso de
recordar algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto
actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas. En efecto, ha venido a crearse una
nueva situación dentro de la misma comunidad cristiana, en la que se difunden muchas
dudas y objeciones de orden humano y psicológico, social y cultural, religioso e incluso
específicamente teológico, sobre las enseñanzas morales de la Iglesia. Ya no se trata
de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo de determinadas
concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela de juicio, de modo global y
sistemático, el patrimonio moral. En la base se encuentra el influjo, más o menos
velado, de corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la libertad humana de su
relación esencial y constitutiva con la verdad. Y así, se rechaza la doctrina
tradicional sobre la ley natural y sobre la universalidad y permanente validez de sus
preceptos; se consideran simplemente inaceptables algunas enseñanzas morales de la
Iglesia; se opina que el mismo Magisterio no debe intervenir en cuestiones morales más
que para «exhortar a las conciencias» y «proponer los valores» en los que cada uno
basará después autónomamente sus decisiones y opciones de vida.
Particularmente hay que destacar la discrepancia
entre la respuesta tradicional de la Iglesia y algunas posiciones teológicas —difundidas
incluso en seminarios y facultades teológicas— sobre cuestiones de máxima
importancia para la Iglesia y la vida de fe de los cristianos, así como para la misma
convivencia humana. En particular, se plantea la cuestión de si los mandamientos de Dios,
que están grabados en el corazón del hombre y forman parte de la Alianza, son capaces
verdaderamente de iluminar las opciones cotidianas de cada persona y de la sociedad
entera. ?Es posible obedecer a Dios y, por tanto, amar a Dios y al prójimo, sin respetar
en todas las circunstancias estos mandamientos? Está también difundida la opinión que
pone en duda el nexo intrínseco e indivisible entre fe y moral, como si sólo en
relación con la fe se debieran decidir la pertenencia a la Iglesia y su unidad interna,
mientras que se podría tolerar en el ámbito moral un pluralismo de opiniones y de
comportamientos, dejados al juicio de la conciencia subjetiva individual o a la diversidad
de condiciones sociales y culturales.
5. En ese contexto —todavía actual— he
tomado la decisión de escribir —como ya anuncié en la carta apostólica Spiritus
Domini, publicada el 1 de agosto de 1987 con ocasión del segundo centenario de la
muerte de san Alfonso María de Ligorio— una encíclica destinada a tratar, «más
amplia y profundamente, las cuestiones referentes a los fundamentos mismos de la teología
moral»9, fundamentos que sufren menoscabo por parte de algunas tendencias actuales.
Me dirijo a vosotros, venerables hermanos en el
episcopado, que compartís conmigo la responsabilidad de custodiar la «sana doctrina» (2
Tm 4, 3), con la intención de precisar algunos aspectos doctrinales que son
decisivos para afrontar la que sin duda constituye una verdadera crisis, por ser tan
graves las dificultades derivadas de ella para la vida moral de los fieles y para la
comunión en la Iglesia, así como para una existencia social justa y solidaria.
Si esta encíclica —esperada desde hace
tiempo— se publica precisamente ahora, se debe también a que ha parecido conveniente
que la precediera el Catecismo de la Iglesia católica, el cual contiene una
exposición completa y sistemática de la doctrina moral cristiana. El Catecismo presenta
la vida moral de los creyentes en sus fundamentos y en sus múltiples contenidos como vida
de «los hijos de Dios». En él se afirma que «los cristianos, reconociendo en la fe su
nueva dignidad, son llamados a llevar en adelante una "vida digna del evangelio de
Cristo" (Flp 1, 27). Por los sacramentos y la oración reciben la gracia de
Cristo y los dones de su Espíritu que les capacitan para ello»10. Por tanto, al citar el
Catecismo como «texto de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de la doctrina
católica»11, la encíclica se limitará a afrontar algunas cuestiones fundamentales
de la enseñanza moral de la Iglesia, bajo la forma de un necesario discernimiento
sobre problemas controvertidos entre los estudiosos de la ética y de la teología moral.
Éste es el objeto específico de la presente encíclica, la cual trata de exponer, sobre
los problemas discutidos, las razones de una enseñanza moral basada en la sagrada
Escritura y en la Tradición viva de la Iglesia12, poniendo de relieve, al mismo tiempo,
los presupuestos y consecuencias de las contestaciones de que ha sido objeto tal
enseñanza.
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