Evangelium Vitae (25 de marzo
de 1995)
CARTA ENCICLICA EVANGELIUM
VITAE DEL SUMO PONTIFICE JUAN PABLO II A LOS OBISPOS A LOS SACERDOTES Y DIACONOS A
LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS A LOS FIELES LAICOS Y A TODAS LAS PERSONAS DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL VALOR Y EL CARACTER INVIOLABLE DE LA VIDA HUMANA
INTRODUCCION
1. El Evangelio de la vida está en el centro del
mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por la Iglesia, es anunciado con intrépida
fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y culturas.
En la aurora de la salvación, el nacimiento de un
niño es proclamado como gozosa noticia: « Os anuncio una gran alegría, que lo será
para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el
Cristo Señor » (Lc 2, 10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente esta
« gran alegría »; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de
todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y
realización de la alegría por cada niño que nace (cf. Jn 16, 21).
Presentando el núcleo central de su misión
redentora, Jesús dice: « Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia »
(Jn 10, 10). Se refiere a aquella vida « nueva » y « eterna », que consiste en
la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por
obra del Espíritu Santificador. Pero es precisamente en esa « vida » donde encuentran
pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre.
Valor incomparable de la persona humana
2. El hombre está llamado a una plenitud de vida
que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la
participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural
manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase
temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte
integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e
inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que
alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2). Al mismo
tiempo, esta llamada sobrenatural subraya precisamente el carácter relativo de la
vida terrena del hombre y de la mujer. En verdad, esa no es realidad « última », sino
« penúltima »; es realidad sagrada, que se nos confía para que la custodiemos
con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de
nosotros mismos a Dios y a los hermanos.
La Iglesia sabe que este Evangelio de la vida, recibido
de su Señor,1 tiene un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente
e incluso no creyente, porque, superando infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella
de modo sorprendente. Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre
dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la
gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm
2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar
el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el
reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad
política.
Los creyentes en Cristo deben, de modo particular,
defender y promover este derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el
Concilio Vaticano II: « El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto
modo, con todo hombre ».2 En efecto, en este acontecimiento salvífico se revela a la
humanidad no sólo el amor infinito de Dios que « tanto amó al mundo que dio a su Hijo
único » (Jn 3, 16), sino también el valor incomparable de cada persona
humana.
La Iglesia, escrutando asiduamente el misterio de
la Redención, descubre con renovado asombro este valor 3 y se siente llamada a anunciar a
los hombres de todos los tiempos este « evangelio », fuente de esperanza inquebrantable
y de verdadera alegría para cada época de la historia. El Evangelio del amor de Dios
al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un
único e indivisible Evangelio.
Por ello el hombre, el hombre viviente, constituye
el camino primero y fundamental de la Iglesia.4
Nuevas amenazas a la vida humana
3. Cada persona, precisamente en virtud del
misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1, 14), es confiada a la solicitud
materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre
repercute en el corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe en la
encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el Evangelio
de la vida por todo el mundo y a cada criatura (cf. Mc 16, 15).
Hoy este anuncio es particularmente urgente ante la
impresionante multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las personas y
de los pueblos, especialmente cuando ésta es débil e indefensa. A las tradicionales y
dolorosas plagas del hambre, las enfermedades endémicas, la violencia y las guerras, se
añaden otras, con nuevas facetas y dimensiones inquietantes.
Ya el Concilio Vaticano II, en una página de
dramática actualidad, denunció con fuerza los numerosos delitos y atentados contra la
vida humana. A treinta años de distancia, haciendo mías las palabras de la asamblea
conciliar, una vez más y con idéntica firmeza los deploro en nombre de la Iglesia
entera, con la certeza de interpretar el sentimiento auténtico de cada conciencia recta:
« Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los
genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la
integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y
mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad
humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las
deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes;
también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como
meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y
otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana,
deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son
totalmente contrarios al honor debido al Creador ».5
4. Por desgracia, este alarmante panorama, en vez
de disminuir, se va más bien agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas por el
progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad
del ser humano, a la vez que se va delineando y consolidando una nueva situación
cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y
—podría decirse— aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves
preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados
contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este
presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del
Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención
gratuita de las estructuras sanitarias.
En la actualidad, todo esto provoca un cambio
profundo en el modo de entender la vida y las relaciones entre los hombres. El hecho de
que las legislaciones de muchos países, alejándose tal vez de los mismos principios
fundamentales de sus Constituciones, hayan consentido no penar o incluso reconocer la
plena legitimidad de estas prácticas contra la vida es, al mismo tiempo, un síntoma
preocupante y causa no marginal de un grave deterioro moral. Opciones, antes consideradas
unánimemente como delictivas y rechazadas por el común sentido moral, llegan a ser poco
a poco socialmente respetables. La misma medicina, que por su vocación está ordenada a
la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más en algunos de sus sectores
a realizar estos actos contra la persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a
sí misma y degradando la dignidad de quienes la ejercen. En este contexto cultural y
legal, incluso los graves problemas demográficos, sociales y familiares, que pesan sobre
numerosos pueblos del mundo y exigen una atención responsable y activa por parte de las
comunidades nacionales y de las internacionales, se encuentran expuestos a soluciones
falsas e ilusorias, en contraste con la verdad y el bien de las personas y de las
naciones.
El resultado al que se llega es dramático: si es
muy grave y preocupante el fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas
incipientes o próximas a su ocaso, no menos grave e inquietante es el hecho de que a la
conciencia misma, casi oscurecida por condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez
más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental
mismo de la vida humana.
En comunión con todos los Obispos del mundo
5. El Consistorio extraordinario de
Cardenales, celebrado en Roma del 4 al 7 de abril de 1991, se dedicó al problema de las
amenazas a la vida humana en nuestro tiempo. Después de un amplio y profundo debate sobre
el tema y sobre los desafíos presentados a toda la familia humana y, en particular, a la
comunidad cristiana, los Cardenales, con voto unánime, me pidieron ratificar, con la
autoridad del Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana y su carácter inviolable, con
relación a las circunstancias actuales y a los atentados que hoy la amenazan.
Acogiendo esta petición, escribí en Pentecostés
de 1991 una carta personal a cada Hermano en el Episcopado para que, en el
espíritu de colegialidad episcopal, me ofreciera su colaboración para redactar un
documento al respecto.6 Estoy profundamente agradecido a todos los Obispos que
contestaron, enviándome valiosas informaciones, sugerencias y propuestas. Ellos
testimoniaron así su unánime y convencida participación en la misión doctrinal y
pastoral de la Iglesia sobre el Evangelio de la vida.
En la misma carta, a pocos días de la celebración
del centenario de la Encíclica Rerum novarum, llamaba la atención de todos sobre
esta singular analogía: « Así como hace un siglo la clase obrera estaba oprimida en sus
derechos fundamentales, y la Iglesia tomó su defensa con gran valentía, proclamando los
derechos sacrosantos de la persona del trabajador, así ahora, cuando otra categoría de
personas está oprimida en su derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de
dar voz, con la misma valentía, a quien no tiene voz. El suyo es el clamor evangélico en
defensa de los pobres del mundo y de quienes son amenazados, despreciados y oprimidos en
sus derechos humanos ».7
Hoy una gran multitud de seres humanos débiles e
indefensos, como son, concretamente, los niños aún no nacidos, está siendo aplastada en
su derecho fundamental a la vida. Si la Iglesia, al final del siglo pasado, no podía
callar ante los abusos entonces existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a las
injusticias sociales del pasado, tristemente no superadas todavía, se añaden en tantas
partes del mundo injusticias y opresiones incluso más graves, consideradas tal vez como
elementos de progreso de cara a la organización de un nuevo orden mundial.
La presente Encíclica, fruto de la colaboración
del Episcopado de todos los Países del mundo, quiere ser pues una confirmación
precisa y firme del valor de la vida humana y de su carácter inviolable, y, al mismo
tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta,
defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este camino
encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!
¡Que estas palabras lleguen a todos los hijos e
hijas de la Iglesia! ¡Que lleguen a todas las personas de buena voluntad, interesadas por
el bien de cada hombre y mujer y por el destino de toda la sociedad!
6. En comunión profunda con cada uno de los
hermanos y hermanas en la fe, y animado por una amistad sincera hacia todos, quiero meditar
de nuevo y anunciar el Evangelio de la vida, esplendor de la verdad que ilumina las
conciencias, luz diáfana que sana la mirada oscurecida, fuente inagotable de constancia y
valor para afrontar los desafíos siempre nuevos que encontramos en nuestro camino.
Al recordar la rica experiencia vivida durante el
Año de la Familia, como completando idealmente la Carta dirigida por mí « a cada
familia de
cualquier región de la tierra »,8 miro con
confianza renovada a todas las comunidades domésticas, y deseo que resurja o se refuerce
a cada nivel el compromiso de todos por sostener la familia, para que también hoy
—aun en medio de numerosas dificultades y de graves amenazas— ella se mantenga
siempre, según el designio de Dios, como « santuario de la vida ».9
A todos los miembros de la Iglesia, pueblo de la
vida y para la vida, dirijo mi más apremiante invitación para que, juntos, podamos
ofrecer a este mundo nuestro nuevos signos de esperanza, trabajando para que aumenten la
justicia y la solidaridad y se afiance una nueva cultura de la vida humana, para la
edificación de una auténtica civilización de la verdad y del amor.
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