Fides et Ratio (17 de sabril de
2003)
La decimocuarta y última encíclica
del Pontificado de Juan Pablo II, un «regalo a los creyentes» al comenzar el
vigésimoquinto año desde su acceso al solio pontificio, giró en torno a la Eucaristía.
Intensamente unido a la Última Cena, el Santo Padre afirmaba que aquella primera
Eucaristía «fue el momento culminante de la existencia terrena de Jesús, el momento de
su ofrenda sacrificial al Padre por amor a la humanidad».
En su «testamento magisterial», Juan
Pablo II hablaba de la importancia de la Eucaristía como misterio y verdad de la Iglesia,
al tiempo que se subrayaba el «abandono casi total del culto». Por ello, el Papa instaba
a cultivar el sacramento, para lo cual es absolutamente necesaria la confesión de los
pecados, al tiempo que una mayor fidelidad a las normas litúrgicas.
Karol Wojtyla incidía en la
importancia de la celebración eucarística, que «no consiente reducciones ni
instrumentalizaciones; debe ser vivido en su integridad». La Eucaristía se convertía
así, según el Pontífice, en «un tesoro» que no debía ser desperdiciado, para lo cual
«se han de respetar las exigencias que se derivan de ser sacramento de comunión en la fe
y en la sucesión apostólica».
Finalmente, la encíclica tenía un
recuerdo a la virgen María, que «está presente como Madre en todas nuestras
celebraciones litúrgicas». «La mirada embelesada de María al contemplar el rostro de
Cristo recién nacido y al estrecharle en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo
de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?», se preguntaba el Santo
Padre.
Las últimas líneas de la última encíclica del último Papa del siglo XX iban
destinadas a «renovar el compromiso ecuménico» —uno de los motores de su
Pontificado—, para que puedan caer las barreras que aún impiden la concelebración
eucarística, uno de los caballos de batalla en la unidad entre los cristianos.