Redemptor Hominis (4 de
marzo de 1979)
CARTA ENCÍCLICA REDEMPTOR
HOMINIS DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II A LOS VENERABLES HERMANOS EN EL
EPISCOPADO A LOS SACERDOTES A LAS FAMILIAS RELIGIOSAS A LOS HIJOS E HIJAS DE LA IGLESIA Y
A TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD AL PRINCIPIO DE SU MINISTERIO PONTIFICAL
Venerables Hermanos y Hermanas, Amadisimos Hijos
e Hijas:
Salud y Bendición Apostólica
I. HERENCIA
1. A finales del segundo Milenio
EL REDENTOR DEL HOMBRE, Jesucristo, es el centro
del cosmos y de la historia. A Él se vuelven mi pensamiento y mi corazón en esta hora
solemne que está viviendo la Iglesia y la entera familia humana contemporánea. En
efecto, este tiempo en el que, después del amado Predecesor Juan Pablo I, Dios me ha
confiado por misterioso designio el servicio universal vinculado con la Cátedra de San
Pedro en Roma, está ya muy cercano al año dos mil. Es difícil decir en estos momentos
lo que ese año indicará en el cuadrante de la historia humana y cómo será para cada
uno de los pueblos, naciones, países y continentes, por más que ya desde ahora se trate
de prever algunos acontecimientos. Para la Iglesia, para el Pueblo de Dios que se ha
extendido —aunque de manera desigual— hasta los más lejanos confines de la
tierra, aquel año será el año de un gran Jubileo. Nos estamos acercando ya a tal fecha
que —aun respetando todas las correcciones debidas a la exactitud cronológica—
nos hará recordar y renovar de manera particular la conciencia de la verdad-clave de la
fe, expresada por San Juan al principio de su evangelio: «Y el Verbo se hizo carne y
habitó entre nosotros»,(1) y en otro pasaje: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le
dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la
vida eterna».(2)
También nosotros estamos, en cierto modo, en el
tiempo de un nuevo Adviento, que es tiempo de espera: «Muchas veces y en muchas maneras
habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente,
en estos días, nos habló por su Hijo...»,(3) por medio del Hijo-Verbo, que se hizo
hombre y nació de la Virgen María. En este acto redentor, la historia del hombre ha
alcanzado su cumbre en el designio de amor de Dios. Dios ha entrado en la historia de la
humanidad y en cuanto hombre se ha convertido en sujeto suyo, uno de los millones y
millones, y al mismo tiempo Único. A través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida
humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos y la ha dado de manera
definitiva —de modo peculiar a él solo, según su eterno amor y su misericordia, con
toda la libertad divina— y a la vez con una magnificencia que, frente al pecado
original y a toda la historia de los pecados de la humanidad, frente a los errores del
entendimiento, de la voluntad y del corazón humano, nos permite repetir con estupor las
palabras de la Sagrada Liturgia: «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!».(4)
2. Primeras palabras del nuevo Pontificado
A Cristo Redentor he elevado mis sentimientos y mi
pensamiento el día 16 de octubre del año pasado, cuando después de la elección
canónica, me fue hecha la pregunta: «¿Aceptas?». Respondí entonces: «En obediencia
de fe a Cristo, mi Señor, confiando en la Madre de Cristo y de la Iglesia, no obstante
las graves dificultades, acepto». Quiero hacer conocer públicamente esta mi respuesta a
todos sin excepción, para poner así de manifiesto que con esa verdad primordial y
fundamental de la Encarnación, ya recordada, está vinculado el ministerio, que con la
aceptación de la elección a Obispo de Roma y Sucesor del Apóstol Pedro, se ha
convertido en mi deber específico en su misma Cátedra.
He escogido los mismos nombres que había escogido
mi amadísimo Predecesor Juan Pablo I. En efecto, ya el día 26 de agosto de 1978, cuando
él declaró al Sacro Colegio que quería llamarse Juan Pablo —un binomio de este
género no tenía precedentes en la historia del Papado— divisé en ello un auspicio
elocuente de la gracia para el nuevo pontificado. Dado que aquel pontificado duró apenas
33 días, me toca a mí no sólo continuarlo sino también, en cierto modo, asumirlo desde
su mismo punto de partida. Esto precisamente quedó corroborado por mi elección de
aquellos dos nombres. Con esta elección, siguiendo el ejemplo de mi venerado Predecesor,
deseo al igual que él expresar mi amor por la singular herencia dejada a la Iglesia por
los Pontífices Juan XXIII y Pablo VI y al mismo tiempo mi personal disponibilidad a
desarrollarla con la ayuda de Dios.
A través de estos dos nombres y dos pontificados
conecto con toda la tradición de esta Sede Apostólica, con todos los Predecesores del
siglo xx y de los siglos anteriores, enlazando sucesivamente, a lo largo de las distintas
épocas hasta las más remotas, con la línea de la misión y del ministerio que confiere
a la Sede de Pedro un puesto absolutamente singular en la Iglesia. Juan XXIII y Pablo VI
constituyen una etapa, a la que deseo referirme directamente como a umbral, a partir del
cual quiero, en cierto modo en unión con Juan Pablo I, proseguir hacia el futuro,
dejándome guiar por la confianza ilimitada y por la obediencia al Espíritu que Cristo ha
prometido y enviado a su Iglesia. Decía Él, en efecto, a los Apóstoles la víspera de
su Pasión: «Os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere, el Abogado no vendrá a
vosotros; pero, si me fuere, os lo enviaré».(5) «Cuando venga el Abogado que yo os
enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará
testimonio de mí, y vosotros daréis también testimonio, porque desde el principio
estáis conmigo».(6) «Pero cuando viniere aquél, el Espíritu de verdad, os guiará
hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere
y os comunicará las cosas venideras».(7)
3. Confianza en el Espíritu de Verdad y de
Amor
Con plena confianza en el Espíritu de Verdad entro
pues en la rica herencia de los recientes pontificados. Esta herencia está vigorosamente
enraizada en la conciencia de la Iglesia de un modo totalmente nuevo, jamás conocido
anteriormente, gracias al Concilio Vaticano II, convocado e inaugurado por Juan XXIII y,
después, felizmente concluido y actuado con perseverancia por Pablo VI, cuya actividad he
podido observar de cerca. Me maravillaron siempre su profunda prudencia y valentía, así
como su constancia y paciencia en el difícil período posconciliar de su pontificado.
Como timonel de la Iglesia, barca de Pedro, sabía conservar una tranquilidad y un
equilibrio providencial incluso en los momentos más críticos, cuando parecía que ella
era sacudida desde dentro, manteniendo una esperanza inconmovible en su compactibilidad.
Lo que, efectivamente, el Espíritu dijo a la Iglesia mediante el Concilio de nuestro
tiempo, lo que en esta Iglesia dice a todas las Iglesias(8) no puede —a pesar de
inquietudes momentáneas— servir más que para una mayor cohesión de todo el Pueblo
de Dios, consciente de su misión salvífica.
Precisamente de esta conciencia contemporánea de
la Iglesia, Pablo VI hizo el tema primero de su fundamental Encíclica que comienza con
las palabras Ecclesiam suam; a esta Encíclica séame permitido, ante todo,
referirme en este primero y, por así decirlo, documento inaugural del actual pontificado.
Iluminada y sostenida por el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una conciencia cada vez
más profunda, sea respecto de su misterio divino, sea respecto de su misión humana, sea
finalmente respecto de sus mismas debilidades humanas: es precisamente esta conciencia la
que debe seguir siendo la fuente principal del amor de esta Iglesia, al igual que el amor
por su parte contribuye a consolidar y profundizar esa conciencia. Pablo VI nos ha dejado
el testimonio de esa profundísima conciencia de Iglesia. A través de los múltiples y
frecuentemente dolorosos acontecimientos de su pontificado, nos ha enseñado el amor
intrépido a la Iglesia, la cual, como enseña el Concilio, es «sacramento, o sea signo e
instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano».(9)
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