Fides et Ratio (14 de
septiembre de 1998)
CARTA ENCÍCLICA FIDES ET RATIO
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II A LOS OBISPOS DE LA IGLESIA CATÓLICA SOBRE LAS
RELACIONES ENTRE FE Y RAZÓN
Venerables Hermanos en el
Episcopado, salud y Bendición Apostólica
La fe y la razón (Fides et ratio) son
como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de
la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en
definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar
también la plena verdad sobre sí mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27 [26], 8-9;
63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).
INTRODUCCIÓN
« CONÓCETE A TI MISMO »
1. Tanto en Oriente como en Occidente
es posible distinguir un camino que, a lo largo de los siglos, ha llevado a la humanidad a
encontrarse progresivamente con la verdad y a confrontarse con ella. Es un camino que se
ha desarrollado — no podía ser de otro modo — dentro del horizonte de la
autoconciencia personal: el hombre cuanto más conoce la realidad y el mundo y más se
conoce a sí mismo en su unicidad, le resulta más urgente el interrogante sobre el
sentido de las cosas y sobre su propia existencia. Todo lo que se presenta como objeto de
nuestro conocimiento se convierte por ello en parte de nuestra vida. La exhortación Conócete
a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos, para testimoniar una
verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima por todo hombre deseoso de
distinguirse, en medio de toda la creación, calificándose como « hombre » precisamente
en cuanto « conocedor de sí mismo ».
Por lo demás, una simple mirada a la historia
antigua muestra con claridad como en distintas partes de la tierra, marcadas por culturas
diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de
la existencia humana: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y a dónde voy? ¿por
qué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida? Estas mismas preguntas
las encontramos en los escritos sagrados de Israel, pero aparecen también en los Veda y
en los Avesta; las encontramos en los escritos de Confucio e Lao-Tze y en la predicación
de los Tirthankara y de Buda; asimismo se encuentran en los poemas de Homero y en las
tragedias de Eurípides y Sófocles, así como en los tratados filosóficos de Platón y
Aristóteles. Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que
desde siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que se dé a tales preguntas,
en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia.
2. La Iglesia no es ajena, ni puede serlo, a este
camino de búsqueda. Desde que, en el Misterio Pascual, ha recibido como don la verdad
última sobre la vida del hombre, se ha hecho peregrina por los caminos del mundo para
anunciar que Jesucristo es « el camino, la verdad y la vida » (Jn 14, 6). Entre
los diversos servicios que la Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay uno del cual es
responsable de un modo muy particular: la diaconía de la verdad.(1) Por una parte,
esta misión hace a la comunidad creyente partícipe del esfuerzo común que la humanidad
lleva a cabo para alcanzar la verdad; (2) y por otra, la obliga a responsabilizarse del
anuncio de las certezas adquiridas, incluso desde la conciencia de que toda verdad
alcanzada es sólo una etapa hacia aquella verdad total que se manifestará en la
revelación última de Dios: « Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara
a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido » (1
Co 13, 12).
3. El hombre tiene muchos medios para progresar en
el conocimiento de la verdad, de modo que puede hacer cada vez más humana la propia
existencia. Entre estos destaca la filosofía, que contribuye directamente a
formular la pregunta sobre el sentido de la vida y a trazar la respuesta: ésta, en
efecto, se configura como una de las tareas más nobles de la humanidad. El término
filosofía según la etimología griega significa « amor a la sabiduría ». De hecho, la
filosofía nació y se desarrolló desde el momento en que el hombre empezó a
interrogarse sobre el por qué de las cosas y su finalidad. De modos y formas diversas,
muestra que el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. El interrogarse
sobre el por qué de las cosas es inherente a su razón, aunque las respuestas que se han
ido dando se enmarcan en un horizonte que pone en evidencia la complementariedad de las
diferentes culturas en las que vive el hombre.
La gran incidencia que la filosofía ha tenido en
la formación y en el desarrollo de las culturas en Occidente no debe hacernos olvidar el
influjo que ha ejercido en los modos de concebir la existencia también en Oriente. En
efecto, cada pueblo, posee una sabiduría originaria y autóctona que, como auténtica
riqueza de las culturas, tiende a expresarse y a madurar incluso en formas puramente
filosóficas. Que esto es verdad lo demuestra el hecho de que una forma básica del saber
filosófico, presente hasta nuestros días, es verificable incluso en los postulados en
los que se inspiran las diversas legislaciones nacionales e internacionales para regular
la vida social.
4. De todos modos, se ha de destacar que detrás de
cada término se esconden significados diversos. Por tanto, es necesaria una
explicitación preliminar. Movido por el deseo de descubrir la verdad última sobre la
existencia, el hombre trata de adquirir los conocimientos universales que le permiten
comprenderse mejor y progresar en la realización de sí mismo. Los conocimientos
fundamentales derivan del asombro suscitado en él por la contemplación de la
creación: el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo, en relación con
sus semejantes con los cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo
llevará al descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro
el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una
existencia verdaderamente personal.
La capacidad especulativa, que es propia de la
inteligencia humana, lleva a elaborar, a través de la actividad filosófica, una forma de
pensamiento riguroso y a construir así, con la coherencia lógica de las afirmaciones y
el carácter orgánico de los contenidos, un saber sistemático. Gracias a este proceso,
en diferentes contextos culturales y en diversas épocas, se han alcanzado resultados que
han llevado a la elaboración de verdaderos sistemas de pensamiento. Históricamente esto
ha provocado a menudo la tentación de identificar una sola corriente con todo el
pensamiento filosófico. Pero es evidente que, en estos casos, entra en juego una cierta
« soberbia filosófica » que pretende erigir la propia perspectiva incompleta en lectura
universal. En realidad, todo sistema filosófico, aun con respeto siempre de su
integridad sin instrumentalizaciones, debe reconocer la prioridad del pensar filosófico,
en el cual tiene su origen y al cual debe servir de forma coherente.
En este sentido es posible reconocer, a pesar del
cambio de los tiempos y de los progresos del saber, un núcleo de conocimientos
filosóficos cuya presencia es constante en la historia del pensamiento. Piénsese, por
ejemplo, en los principios de no contradicción, de finalidad, de causalidad, como
también en la concepción de la persona como sujeto libre e inteligente y en su capacidad
de conocer a Dios, la verdad y el bien; piénsese, además, en algunas normas morales
fundamentales que son comúnmente aceptadas. Estos y otros temas indican que,
prescindiendo de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los
cuales es posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de la humanidad. Es como
si nos encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual cada uno cree
conocer estos principios, aunque de forma genérica y no refleja. Estos conocimientos,
precisamente porque son compartidos en cierto modo por todos, deberían ser como un punto
de referencia para las diversas escuelas filosóficas. Cuando la razón logra intuir y
formular los principios primeros y universales del ser y sacar correctamente de ellos
conclusiones coherentes de orden lógico y deontológico, entonces puede considerarse una
razón recta o, como la llamaban los antiguos, orthòs logos, recta ratio.
5. La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de
la razón por alcanzar los objetivos que hagan cada vez más digna la existencia personal.
Ella ve en la filosofía el camino para conocer verdades fundamentales relativas a la
existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a la filosofía como una ayuda
indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del
Evangelio a cuantos aún no la conocen.
Teniendo en cuenta iniciativas análogas de mis
Predecesores, deseo yo también dirigir la mirada hacia esta peculiar actividad de la
razón. Me impulsa a ello el hecho de que, sobre todo en nuestro tiempo, la búsqueda de
la verdad última parece a menudo oscurecida. Sin duda la filosofía moderna tiene el gran
mérito de haber concentrado su atención en el hombre. A partir de aquí, una razón
llena de interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo de conocer cada vez más y
más profundamente. Se han construido sistemas de pensamiento complejos, que han producido
sus frutos en los diversos ámbitos del saber, favoreciendo el desarrollo de la cultura y
de la historia. La antropología, la lógica, las ciencias naturales, la historia, el
lenguaje..., de alguna manera se ha abarcado todas las ramas del saber. Sin embargo, los
resultados positivos alcanzados no deben llevar a descuidar el hecho de que la razón
misma, movida a indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber
olvidado que éste está también llamado a orientarse hacia una verdad que lo
transciende. Sin esta referencia, cada uno queda a merced del arbitrio y su condición de
persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos basados esencialmente en el dato
experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser dominado por la técnica.
Así ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la tendencia hacia la verdad, bajo tanto
peso la razón saber se ha doblegado sobre sí misma haciéndose, día tras día, incapaz
de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser. La
filosofía moderna, dejando de orientar su investigación sobre el ser, ha concentrado la
propia búsqueda sobre el conocimiento humano. En lugar de apoyarse sobre la capacidad que
tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y
condicionamientos.
Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y
de relativismo, que han llevado la investigación filosófica a perderse en las arenas
movedizas de un escepticismo general. Recientemente han adquirido cierto relieve diversas
doctrinas que tienden a infravalorar incluso las verdades que el hombre estaba seguro de
haber alcanzado. La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo
indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente
válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que
es posible encontrar en el contexto actual. No se substraen a esta prevención ni siquiera
algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se niega a la
verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual
manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta perspectiva, todo
se reduce a opinión. Se tiene la impresión de que se trata de un movimiento ondulante:
mientras por una parte la reflexión filosófica ha logrado situarse en el camino que la
hace cada vez más cercana a la existencia humana y a su modo de expresarse, por otra
tiende a hacer consideraciones existenciales, hermenéuticas o lingüísticas que
prescinden de la cuestión radical sobre la verdad de la vida personal, del ser y de Dios.
En consecuencia han surgido en el hombre contemporáneo, y no sólo entre algunos
filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos
cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades parciales y
provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento
último de la vida humana, personal y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de
poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas.
6. La Iglesia, convencida de la competencia que le
incumbe por ser depositaria de la Revelación de Jesucristo, quiere reafirmar la necesidad
de reflexionar sobre la verdad. Por este motivo he decidido dirigirme a vosotros, queridos
Hermanos en el Episcopado, con los cuales comparto la misión de anunciar « abiertamente
la verdad » (2 Co 4, 2), como también a los teólogos y filósofos a los que
corresponde el deber de investigar sobre los diversos aspectos de la verdad, y asimismo a
las personas que la buscan, para exponer algunas reflexiones sobre la vía que conduce a
la verdadera sabiduría, a fin de que quien sienta el amor por ella pueda emprender el
camino adecuado para alcanzarla y encontrar en la misma descanso a su fatiga y gozo
espiritual.
Me mueve a esta iniciativa, ante todo, la
convicción que expresan las palabras del Concilio Vaticano II, cuando afirma que los
Obispos son « testigos de la verdad divina y católica ».(3) Testimoniar la verdad es,
pues, una tarea confiada a nosotros, los Obispos; no podemos renunciar a la misma sin
descuidar el ministerio que hemos recibido. Reafirmando la verdad de la fe podemos
devolver al hombre contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades cognoscitivas
y ofrecer a la filosofía un estímulo para que pueda recuperar y desarrollar su plena
dignidad.
Hay también otro motivo que me induce a
desarrollar estas reflexiones. En la Encíclica Veritatis splendor he llamado la
atención sobre « algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el
contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas ».(4) Con la presente
Encíclica deseo continuar aquella reflexión centrando la atención sobre el tema de la verdad
y de su fundamento en relación con la fe. No se puede negar, en efecto,
que este período de rápidos y complejos cambios expone especialmente a las nuevas
generaciones, a las cuales pertenece y de las cuales depende el futuro, a la sensación de
que se ven privadas de auténticos puntos de referencia. La exigencia de una base sobre la
cual construir la existencia personal y social se siente de modo notable sobre todo cuando
se está obligado a constatar el carácter parcial de propuestas que elevan lo efímero al
rango de valor, creando ilusiones sobre la posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de
la existencia. Sucede de ese modo que muchos llevan una vida casi hasta el límite de la
ruina, sin saber bien lo que les espera. Esto depende también del hecho de que, a veces,
quien por vocación estaba llamado a expresar en formas culturales el resultado de la
propia especulación, ha desviado la mirada de la verdad, prefiriendo el éxito inmediato
en lugar del esfuerzo de la investigación paciente sobre lo que merece ser vivido. La
filosofía, que tiene la gran responsabilidad de formar el pensamiento y la cultura por
medio de la llamada continua a la búsqueda de lo verdadero, debe recuperar con fuerza su
vocación originaria. Por eso he sentido no sólo la exigencia, sino incluso el deber de
intervenir en este tema, para que la humanidad, en el umbral del tercer milenio de la era
cristiana, tome conciencia cada vez más clara de los grandes recursos que le han sido
dados y se comprometa con renovado ardor en llevar a cabo el plan de salvación en el cual
está inmersa su historia.
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