CARTA APOSTÓLICA MULIERIS DIGNITATEM DEL
SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II SOBRE LA DIGNIDAD Y LA VOCACIÓN DE LA MUJER CON OCASIÓN
DEL AÑO MARIANO
Venerables Hermanos,
amadísimos hijos e hijas,
salud y Bendición Apostólica
I
INTRODUCCIÓN
Un signo de los tiempos
1. LA DIGNIDAD DE LA MUJER y su vocación, objeto
constante de la reflexión humana y cristiana, ha asumido en estos últimos años una
importancia muy particular. Esto lo demuestran, entre otras cosas, las intervenciones
del Magisterio de la Iglesia, reflejadas en varios documentos del Concilio Vaticano
II, que en el Mensaje final afirma: «Llega la hora, ha llegado la hora en que la
vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo
una influencia, un peso, un poder jamás alcanzados hasta ahora. Por eso, en este momento
en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu
del Evangelio pueden ayudar tanto a que la humanidad no decaiga».(1) Las palabras de
este Mensaje resumen lo que ya se había expresado en el Magisterio conciliar,
especialmente en la Constitución Pastoral Gaudium et spes(2) y en el Decreto Apostolicam
actuositatem, sobre el apostolado de los seglares.(3)
Tomas de posición similares se habían manifestado
ya en el período preconciliar, por ejemplo, en varios discursos del Papa Pío XII (4) y
en la Encíclica Pacem in terris del Papa Juan XXIII.(5) Después del Concilio
Vaticano II, mi predecesor Pablo VI expresó también el alcance de este «signo de
los tiempos», atribuyendo el título de Doctoras de la Iglesia a Santa Teresa de Jesús y
a Santa Catalina de Siena,(6) y además instituyendo, a petición de la Asamblea del
Sínodo de los Obispos en 1971, una Comisión especial cuya finalidad era el
estudio de los problemas contemporáneos en relación con la «efectiva promoción de
la dignidad y de la responsabilidad de las mujeres».7 Pablo VI, en uno de sus
discursos, decía entre otras cosas: «En efecto, en el cristianismo, más que en
cualquier otra religión, la mujer tiene desde los orígenes un estatuto especial de
dignidad, del cual el Nuevo Testamento da testimonio en no pocos de sus importantes
aspectos (...); es evidente que la mujer está llamada a formar parte de la estructura
viva y operante del Cristianismo de un modo tan prominente que acaso no se hayan todavía
puesto en evidencia todas sus virtualidades».(8)
Los Padres de la reciente Asamblea del Sínodo de
los Obispos (octubre de 1987), que fue dedicada a «la vocación y misión de los laicos
en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano II», se ocuparon
nuevamente de la dignidad y de la vocación de la mujer. Entre otras cosas, abogaron por
la profundización de los fundamentos antropológicos y teológicos necesarios para
resolver los problemas referentes al significado y dignidad del ser mujer y del ser
hombre. Se trata de comprender la razón y las consecuencias de la decisión del Creador
que ha hecho que el ser humano pueda existir sólo como mujer o como varón. Solamente
partiendo de estos fundamentos, que permiten descubrir la profundidad de la dignidad y
vocación de la mujer, es posible hablar de la presencia activa que desempeña en la
Iglesia y en la sociedad.
Esto es lo que deseo tratar en el presente
Documento. La Exhortación postsinodal, que se hará pública después de éste,
presentará las propuestas de carácter pastoral sobre el cometido de la mujer en la
Iglesia y en la sociedad, sobre las que los Padres sinodales han hecho importantes
consideraciones, teniendo también en cuenta los testimonios de los Auditores seglares
—tanto mujeres como hombres— provenientes de las Iglesias particulares de todos
los continentes.
El Año Mariano
2. El último Sínodo se ha desarrollado durante
el Año Mariano, lo cual ofrece un particular impulso para afrontar este tema, como lo
indica también la Encíclica Redemptoris Mater.(9) Esta Encíclica desarrolla y
actualiza la enseñanza del Concilio Vaticano II contenida en el capítulo VIII de la
Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia. Dicho capítulo lleva un
título significativo: «La Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el Misterio de
Cristo y de la Iglesia». María —esta «mujer» de la Biblia (cf. Gén 3,
15; Jn 2, 4; 19, 26)— pertenece íntimamente al misterio salvífico de Cristo
y por esto está presente también de un modo especial en el misterio de la Iglesia.
Puesto que «la Iglesia es en Cristo como un sacramento (...) de la unión íntima con
Dios y de la unidad de todo el género humano»,(10) la presencia especial de la Madre de
Dios en el Misterio de la Iglesia nos hace pensar en el vínculo excepcional entre esta
«mujer» y toda la familia humana. Se trata aquí de todos y cada uno de los hijos e
hijas del género humano, en los que, en el transcurso de las generaciones, se realiza
aquella herencia fundamental de la humanidad entera, unida al misterio del
principio bíblico: «creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le
creó, macho y hembra los creó» (Gén 1, 27).(11)
Esta eterna verdad sobre el ser humano,hombre
y mujer —verdad que está también impresa de modo inmutable en la experiencia de
todos— constituye en nuestros días el misterio que sólo en el «Verbo encarnado
encuentra verdadera luz (...). Cristo desvela plenamente el hombre al hombre y le hace
consciente de su altísima vocación», como enseña el Concilio.(12) En este «desvelar
el hombre al hombre» ¿no se debe quizás descubrir un puesto particular para aquella
«mujer» que fue la Madre de Cristo? El mensaje de Cristo, contenido en el
Evangelio, que tiene como fondo toda la Escritura, tanto el Antiguo como el Nuevo
Testamento, ¿no puede quizá decir mucho a la Iglesia y a la humanidad sobre la dignidad
y la vocación de la mujer?
Precisamente ésta quiere ser la trama del presente
Documento, que se sitúa en el más amplio contexto del Año Mariano, mientras nos
encaminamos hacia el final del segundo milenio del nacimiento de Cristo y el inicio del
tercero. Por otra parte, me ha parecido lo más conveniente dar a este documento el
estilo y el carácter de una meditación.
II
MUJER - MADRE DE DIOS
(THEOTÓKOS)
Unión con Dios
3. «Al llegar la plenitud de los tiempos envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer». Con estas palabras de la Carta a los Gálatas
(4, 4) el apóstol Pablo relaciona entre sí los momentos principales que determinan de
modo esencial el cumplimiento del misterio «preestablecido en Dios» (cf. Ef 1,9).
El Hijo,Verbo consubstancial al Padre, nace como hombre de una mujer cuando llega «la
plenitud de los tiempos». Este acontecimiento nos lleva al punto clave en la
historia del hombre en la tierra, entendida como historia de la salvación. Es
significativo que el Apóstol no llama a la Madre de Cristo con el nombre propio de
«María», sino que la llama «mujer», lo cual establece una concordancia con las
palabras del Protoevangelio en el Libro del Génesis (cf. 3, 15). Precisamente
aquella «mujer» está presente en el acontecimiento salvífico central, que decide la
«plenitud de los tiempos» y que se realiza en ella y por medio de ella.
De esta manera inicia el acontecimiento central,
acontecimiento clave en la historia de la salvación: la Pascua del Señor. Sin
embargo, quizás vale la pena considerarlo a partir de la historia espiritual del hombre
entendida de un modo más amplio, como se manifiesta a través de las diversas religiones
del mundo. Citamos aquí las palabras del Concilio Vaticano II: «Los hombres esperan
de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición
humana que, ayer como hoy, conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre?
¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué es el pecado?
¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera
felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y cuál la retribución después de la muerte?
¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra
existencia, del cual procedemos y hacia el cual nos dirigimos?».(13) «Ya desde la
antigüedad y hasta nuestros días se encuentra en los distintos pueblos una cierta
percepción de aquella fuerza misteriosa que se halla presente en la marcha de las cosas y
en los acontecimientos de la vida humana, y a veces también el conocimiento de la suma
Divinidad e incluso del Padre».(14)
Desde la perspectiva de este vasto panorama, que
pone en evidencia las aspiraciones del espíritu humano a la búsqueda de Dios —a
veces casi como «caminando a tientas» (cf. Act 17, 27)—, la «plenitud de
los tiempos», de la que habla Pablo en su Carta, pone de relieve la respuesta de Dios
mismo «en el cual vivimos, nos movemos y existimos» (cf. Act 17, 28). Este es
el Dios que «muchas veces y de muchos modos habló en el pasado a nuestros padres por
medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (cf. Heb
1, 1-2). El envío de este Hijo, consubstancial al Padre, como hombre «nacido de
mujer», constituye el punto culminante y definitivo de la autorrevelación de Dios a
la humanidad. Esta autorrevelación posee un carácter salvífico, como enseña
en otro lugar el Concilio Vaticano II: «Quiso Dios con su bondad y sabiduría revelarse a
Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9): por Cristo, la
Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y
participar de la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18;2 Pe 1, 4)».(15)
La mujer se encuentra en el corazón mismo de
este acontecimiento salvífico. La autorrevelación de Dios, que es la inescrutable
unidad de la Trinidad, está contenida, en sus líneas fundamentales, en la
anunciación de Nazaret. «Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien
pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo».
«¿Cómo será esto puesto que no conozco varón?» «El Espíritu Santo vendrá sobre ti
y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo
y será llamado Hijo de Dios (...) ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1, 31.
37).(16)
Es fácil recordar este acontecimiento en la
perspectiva de la historia de Israel —el pueblo elegido del cual es hija
María—, aunque también es fácil recordarlo en la perspectiva de todos aquellos
caminos en los que la humanidad desde siempre busca una respuesta a las preguntas
fundamentales y, a la vez, definitivas que más le angustian. ¿No se encuentra quizás en
la Anunciación de Nazaret el comienzo de aquella respuesta definitiva, mediante la cual Dios
mismo sale al encuentro de las inquietudes del corazón del hombre?(17) Aquí no se
trata solamente de palabras reveladas por Dios a través de los Profetas, sino que con la
respuesta de María realmente «el Verbo se hace carne» (cf. Jn 1, 14).De esta
manera, María alcanza tal unión con Dios que supera todas las expectativas
del espíritu humano. Supera incluso las expectativas de todo Israel y, en particular, de
las hijas del pueblo elegido, las cuales, basándose en la promesa, podían esperar que
una de ellas llegaría a ser un día madre del Mesías. Sin embargo, ¿quién podía
suponer que el Mesías prometido sería el «Hijo del Altísimo»? Esto era algo
difícilmente imaginable según la fe monoteísta veterotestamentaria. Solamente en virtud
del Espíritu Santo, que «extendió su sombra» sobre ella, María pudo aceptar lo que
era «imposible para los hombres, pero posible para Dios» (cf. Mc 10, 27).
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