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CARTA APOSTÓLICA TERTIO MILLENNIO ADVENIENTE DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II AL EPISCOPADO AL CLERO Y A LOS FIELES COMO PREPARACIÓN DEL JUBILEO DEL AÑO 2000

A los Obispos,
A los sacerdotes y diáconos,
A los religiosos y religiosas,
A todos los fieles laicos.

1. Mientras se aproxima el tercer milenio de la nueva era, el pensamiento se remonta espontáneamente a las palabras del apóstol Pablo: « Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer » (Gal 4, 4). En efecto, la plenitud de los tiempos se identifica con el misterio de la Encarnación del Verbo, Hijo consustancial al Padre y con el misterio de la Redención del mundo. San Pablo subraya en este fragmento que el Hijo de Dios ha nacido de mujer, nacido bajo la Ley, venido al mundo para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, para que pudieran recibir la filiación adoptiva. Y añade: « La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! ». Su conclusión es verdaderamente consoladora: « De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios » (Gal 4, 6-7).

Esta presentación paulina del misterio de la Encarnación incluye la revelación del misterio trinitario y de la prolongación de la misión del Hijo en la misión del Espíritu Santo. La Encarnación del Hijo de Dios, su concepción y su nacimiento son premisa del envío del Espíritu Santo. El texto de san Pablo deja vislumbrar así la plenitud del misterio de la Encarnación redentora.I

« JESUCRISTO ES EL MISMO AYER, HOY ... »
(Hb 13, 8)

2. Lucas en su Evangelio nos ha transmitido una concisa descripción de las circunstancias relativas al nacimiento de Jesús: « Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo (...). Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento » (2, 1. 3-7).

Se cumplía así lo que el ángel Gabriel había revelado en la Anunciación. Se había dirigido a la Virgen de Nazaret con estas palabras: « Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo » (1, 28). Estas palabras habían turbado a María y por ello el Mensajero divino se apresuró a añadir: « No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo (...). El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios » (1, 30-32. 35). La respuesta de María al mensaje angélico fue clara: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra » (1, 38). Nunca en la historia del hombre tanto dependió, como entonces, del consentimiento de la criatura humana.(1)

3. Juan, en el Prólogo de su Evangelio, sintetiza en una sola frase toda la profundidad del misterio de la Encarnación. Escribe: « Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad » (1, 14). Para Juan, en la concepción y en el nacimiento de Jesús se realiza la Encarnación del Verbo eterno, consustancial al Padre. El Evangelista se refiere al Verbo que en el principio estaba con Dios, por medio del cual ha sido hecho todo cuanto existe; el Verbo en quien estaba la vida, vida que era la luz de los hombres (cf. 1, 1-5). Del Hijo unigénito, Dios de Dios, el apóstol Pablo escribe que es « primogénito de toda la creación » (Col 1, 15). Dios crea el mundo por medio del Verbo. El Verbo es la Sabiduría eterna, el Pensamiento y la Imagen sustancial de Dios, « resplandor de su gloria e impronta de su sustancia » (Hb 1, 3). El, engendrado eternamente y eternamente amado por el Padre, como Dios de Dios y Luz de Luz, es el principio y el arquetipo de todas las cosas creadas por Dios en el tiempo.

El hecho de que el Verbo eterno asumiera en la plenitud de los tiempos la condición de criatura confiere a lo acontecido en Belén hace dos mil años un singular valor cósmico. Gracias al Verbo, el mundo de las criaturas se presenta como cosmos, es decir, como universo ordenado. Y es que el Verbo, encarnándose, renueva el orden cósmico de la creación. La Carta a los Efesios habla del designio que Dios había prefijado en Cristo, « para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra » (1, 10).

4. Cristo, Redentor del mundo, es el único Mediador entre Dios y los hombres porque no hay bajo el cielo otro nombre por el que podamos ser salvados (cf. Hch 4, 12). Leemos en la Carta a los Efesios: « En El tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia (...) según el benévolo designio que en El se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos » (1, 7-10). Cristo, Hijo consustancial al Padre, es pues Aquel que revela el plan de Dios sobre toda la creación, y en particular sobre el hombre. Como afirma de modo sugestivo el Concilio Vaticano II, El « manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación ».(2) Le muestra esta vocación revelando el misterio del Padre y de su amor. « Imagen de Dios invisible », Cristo es el hombre perfecto que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el pecado. En su naturaleza humana, libre de todo pecado y asumida en la Persona divina del Verbo, la naturaleza común a todo ser humano viene elevada a una altísima dignidad: « El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado ».(3)

5. Este « hacerse uno de los nuestros » del Hijo de Dios acaeció en la mayor humildad, por ello no sorprende que la historiografía profana, pendiente de acontecimientos más clamorosos y de personajes más importantes, no le haya dedicado al principio sino fugaces, aunque significativas alusiones. Referencias a Cristo se encuentran, por ejemplo, en las Antigüedades Judías, obra escrita en Roma por el historiador José Flavio entre los años 93 y 94,(4) y sobre todo en los Anales de Tácito, redactados entre el 115 y el 120; en ellos, relatando el incendio de Roma del 64, falsamente imputado por Nerón a los cristianos, el historiador hace explícita mención de Cristo « ajusticiado por obra del procurador Poncio Pilato bajo el imperio de Tiberio ».(5) También Suetonio en la biografía del emperador Claudio, escrita en torna al 121, nos informa sobre la expulsión de los Judíos de Roma ya que « bajo la instigación de un cierto Cresto provocaban frecuentes tumultos ».(6) Entre los intérpretes está extendida la convicción de que este pasaje hace referencia a Jesucristo, convertido en motivo de contienda dentro del hebraísmo romano. Es importante también, como prueba de la rápida difusión del cristianismo el testimonio de Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, quien refiere al emperador Trajano, entre el 111 y el 113, que un gran número de personas solía reunirse « un día establecido, antes del alba, para cantar alternamente un himno a Cristo como a un Dios ».(7)

Pero el gran acontecimiento, que los historiadores no cristianos se limitan a mencionar, alcanza luz plena en los escritos del Nuevo Testamento que, aun siendo documentos de fe, no son menos atendibles, en el conjunto de sus relatos, como testimonios históricos. Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es Señor del cosmos y también Señor de la historia, de la que es « el Alfa y la Omega » (Ap 1, 8; 21, 6), « el Principio y el Fin » (Ap 21, 6). En El el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia. Esto es lo que expresa sintéticamente la Carta a los Hebreos: « Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo » (1, 1-2).

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