«DIVES DOMINI»
Del Santo Padre Juan Pablo II al
Episcopado, al Clero y a los Fieles sobre la Santificación del Domingo
Venerables Hermanos en el episcopado
y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
1. El día del Señor —como ha sido llamado el
domingo desde los tiempos apostólicos—(1) ha tenido siempre, en la historia de la
Iglesia, una consideración privilegiada por su estrecha relación con el núcleo mismo
del misterio cristiano. En efecto, el domingo recuerda, en la sucesión semanal del
tiempo, el día de la resurrección de Cristo. Es la Pascua de la semana, en la que
se celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, la realización en él de la
primera creación y el inicio de la « nueva creación » (cf. 2 Co 5,17). Es el
día de la evocación adoradora y agradecida del primer día del mundo y a la vez la
prefiguración, en la esperanza activa, del « último día », cuando Cristo vendrá en
su gloria (cf. Hch 1,11; 1 Ts 4,13-17) y « hará un mundo nuevo » (cf. Ap
21,5).
Para el domingo, pues, resulta adecuada la
exclamación del Salmista: « Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra
alegría y nuestro gozo » (Sal 118 [117],24). Esta invitación al gozo, propio de
la liturgia de Pascua, muestra el asombro que experimentaron las mujeres que habían
asistido a la crucifixión de Cristo cuando, yendo al sepulcro « muy temprano, el primer
día después del sábado » (Mc 16,2), lo encontraron vacío. Es una invitación a
revivir, de alguna manera, la experiencia de los dos discípulos de Emaús, que sentían
« arder su corazón » mientras el Resucitado se les acercó y caminaba con ellos,
explicando las Escrituras y revelándose « al partir el pan » (cf. Lc 24,32.35).
Es el eco del gozo, primero titubeante y después arrebatador, que los Apóstoles
experimentaron la tarde de aquel mismo día, cuando fueron visitados por Jesús resucitado
y recibieron el don de su paz y de su Espíritu (cf. Jn 20,19-23).
2. La resurrección de Jesús es el dato originario
en el que se fundamenta la fe cristiana (cf. 1 Co 15,14): una gozosa realidad,
percibida plenamente a la luz de la fe, pero históricamente atestiguada por quienes
tuvieron el privilegio de ver al Señor resucitado; acontecimiento que no sólo emerge de
manera absolutamente singular en la historia de los hombres, sino que está en el centro
del misterio del tiempo. En efecto, —como recuerda, en la sugestiva liturgia de
la noche de Pascua, el rito de preparación del cirio pascual—, de Cristo « es el
tiempo y la eternidad ». Por esto, conmemorando no sólo una vez al año, sino cada
domingo, el día de la resurrección de Cristo, la Iglesia indica a cada generación lo
que constituye el eje central de la historia, con el cual se relacionan el misterio del
principio y el del destino final del mundo.
Hay pues motivos para decir, como sugiere la
homilía de un autor del siglo IV, que el « día del Señor » es el « señor de los
días ».(2) Quienes han recibido la gracia de creer en el Señor resucitado pueden
descubrir el significado de este día semanal con la emoción vibrante que hacía decir a
san Jerónimo: « El domingo es el día de la resurrección; es el día de los cristianos;
es nuestro día ».(3) Ésta es efectivamente para los cristianos la « fiesta primordial
»,(4) instituida no sólo para medir la sucesión del tiempo, sino para poner de relieve
su sentido más profundo.
3. Su importancia fundamental, reconocida siempre
en los dos mil años de historia, ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II: « La
Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la
resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se
llama con razón "día del Señor" o domingo ».(5) Pablo VI subrayó de nuevo
esta importancia al aprobar el nuevo Calendario romano general y las Normas universales
que regulan el ordenamiento del Año litúrgico.(6) La proximidad del tercer milenio, al
apremiar a los creyentes a reflexionar a la luz de Cristo sobre el camino de la historia,
los invita también a descubrir con nueva fuerza el sentido del domingo: su « misterio
», el valor de su celebración, su significado para la existencia cristiana y humana.
Tengo en cuenta las múltiples intervenciones del
magisterio e iniciativas pastorales que, en estos años posteriores al Concilio, vosotros,
queridos Hermanos en el episcopado, tanto individual como conjuntamente —ayudados por
vuestro clero— habéis emprendido sobre este importante tema. En los umbrales del
Gran Jubileo del año 2000 he querido ofreceros esta Carta apostólica para apoyar vuestra
labor pastoral en un sector tan vital. Pero a la vez deseo dirigirme a todos vosotros,
queridos fieles, como haciéndome presente en cada comunidad donde todos los domingos os
reunís con vuestros Pastores para celebrar la Eucaristía y el « día del Señor ».
Muchas de las reflexiones y sentimientos que inspiran esta Carta apostólica han madurado
durante mi servicio episcopal en Cracovia y luego, después de asumir el ministerio de
Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, en las visitas a las parroquias romanas, efectuadas
precisamente de manera regular en los domingos de los diversos períodos del año
litúrgico. En esta Carta me parece como si continuara el diálogo vivo que me gusta tener
con los fieles, reflexionando con vosotros sobre el sentido del domingo y subrayando las
razones para vivirlo como verdadero « día del Señor », incluso en las nuevas
circunstancias de nuestro tiempo.
4. Nadie olvida en efecto que, hasta un pasado
relativamente reciente, la « santificación » del domingo estaba favorecida, en los
Países de tradición cristiana, por una amplia participación popular y casi por la
organización misma de la sociedad civil, que preveía el descanso dominical como punto
fijo en las normas sobre las diversas actividades laborales. Pero hoy, en los mismos
Países en los que las leyes establecen el carácter festivo de este día, la evolución
de las condiciones socioeconómicas a menudo ha terminado por modificar profundamente los
comportamientos colectivos y por consiguiente la fisonomía del domingo. Se ha consolidado
ampliamente la práctica del « fin de semana », entendido como tiempo semanal de reposo,
vivido a veces lejos de la vivienda habitual, y caracterizado a menudo por la
participación en actividades culturales, políticas y deportivas, cuyo desarrollo
coincide en general precisamente con los días festivos. Se trata de un fenómeno social y
cultural que tiene ciertamente elementos positivos en la medida en que puede contribuir al
respeto de valores auténticos, al desarrollo humano y al progreso de la vida social en su
conjunto. Responde no sólo a la necesidad de descanso, sino también a la exigencia de «
hacer fiesta », propia del ser humano. Por desgracia, cuando el domingo pierde el
significado originario y se reduce a un puro « fin de semana », puede suceder que el
hombre quede encerrado en un horizonte tan restringido que no le permite ya ver el «
cielo ». Entonces, aunque vestido de fiesta, interiormente es incapaz de « hacer fiesta
».(7)
A los discípulos de Cristo se pide de todos modos
que no confundan la celebración del domingo, que debe ser una verdadera santificación
del día del Señor, con el « fin de semana », entendido fundamentalmente como tiempo de
mero descanso o diversión. A este respecto, urge una auténtica madurez espiritual que
ayude a los cristianos a « ser ellos mismos », en plena coherencia con el don de la fe,
dispuestos siempre a dar razón de la esperanza que hay en ellos (cf. 1 P 3,15).
Esto ha de significar también una comprensión más profunda del domingo, para vivirlo,
incluso en situaciones difíciles, con plena docilidad al Espíritu Santo.
5. La situación, desde este punto de vista, se
presenta más bien confusa. Está, por una parte, el ejemplo de algunas Iglesias jóvenes
que muestran con cuanto fervor se puede animar la celebración dominical, tanto en las
ciudades como en los pueblos más alejados. Al contrario, en otras regiones, debido a las
mencionadas dificultades sociológicas y quizás por la falta de fuertes motivaciones de
fe, se da un porcentaje singularmente bajo de participantes en la liturgia dominical. En
la conciencia de muchos fieles parece disminuir no sólo el sentido de la centralidad de
la Eucaristía, sino incluso el deber de dar gracias al Señor, rezándole junto con otros
dentro de la comunidad eclesial.
A todo esto se añade que, no sólo en los Países
de misión, sino también en los de antigua evangelización, por escasez de sacerdotes a
veces no se puede garantizar la celebración eucarística dominical en cada comunidad.
6. Ante este panorama de nuevas situaciones y sus
consiguientes interrogantes, parece necesario más que nunca recuperar las motivaciones
doctrinales profundas que son la base del precepto eclesial, para que todos los fieles
vean muy claro el valor irrenunciable del domingo en la vida cristiana. Actuando así nos
situamos en la perenne tradición de la Iglesia, recordada firmemente por el Concilio
Vaticano II al enseñar que, en el domingo, « los fieles deben reunirse en asamblea a fin
de que, escuchando la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, hagan memoria de
la pasión, resurrección y gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los ha
regenerado para una esperanza viva por medio de la resurrección de Jesucristo de entre
los muertos (cf. 1 P 1,3) ».(8)
7. En efecto, el deber de santificar el domingo,
sobre todo con la participación en la Eucaristía y con un descanso lleno de alegría
cristiana y de fraternidad, se comprende bien si se tienen presentes las múltiples
dimensiones de ese día, al que dedicaremos atención en la presente Carta.
Este es un día que constituye el centro mismo de
la vida cristiana. Si desde el principio de mi Pontificado no me ha cansado de repetir: «
¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! »,(9) en
esta misma línea quisiera hoy invitar a todos con fuerza a descubrir de nuevo el domingo:
¡No tengáis miedo de dar vuestro tiempo a Cristo! Sí, abramos nuestro tiempo a
Cristo para que él lo pueda iluminar y dirigir. Él es quien conoce el secreto del tiempo
y el secreto de la eternidad, y nos entrega « su día » como un don siempre nuevo de su
amor. El descubrimiento de este día es una gracia que se ha de pedir, no sólo para vivir
en plenitud las exigencias propias de la fe, sino también para dar una respuesta concreta
a los anhelos íntimos y auténticos de cada ser humano. El tiempo ofrecido a Cristo nunca
es un tiempo perdido, sino más bien ganado para la humanización profunda de nuestras
relaciones y de nuestra vida.
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