LA HUELLA SONORA

La noche americana

Terminamos en un antro de jazz en Bleecker Street, donde un camarero me dijo que era de California. Le dije que esa me parecía, sin duda, la parte de Castilla más estimulante

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La noche en Manhattan AFP

Escucho a Manic Street Preachers y recuerdo aquel directo en Webster Hall, cerca de Union Square, en la Tercera con la 11. El concierto fue lo de menos. Más allá de su media docena de exitazos, son un grupo frío, algo vainas y políticamente fanatizados, ... de esos que tienen que dejarte claro que son de izquierdas hasta cuando compran el pan. En lo estrictamente musical no transmiten y afrontan el directo como yo afronto el cuarto trimestre del IVA. Que, por cierto, está al caer. Lo importante es que iba a ser Nochevieja e hice la previa en un bar llamado Village Pour House donde tomé cantidades industriales de Bud mientras veía un partido de los Yankees en las pantallas gigantes con una enorme barba de Papá Noel. Comencé la noche apartado, autoexcluyéndome del sentimiento de comunidad que intenta generar el 'baseball', pero el ambiente pudo conmigo, me elevó a los altares y acabé abrazado a las personas que tenía al lado como si hubiera marcado el Betis y en lugar de Nueva York aquello fueran Los Bermejales. Recuerdo que celebraba cada carrera como un gol agónico y como si en lugar de una base lo que hubiéramos conquistado fuera un país protestante. Lo que, por otro lado, no distaba demasiado de la realidad. Luego, en la cola para entrar al concierto, pasó a mi lado el bajista, Nicky Wire, y lo saludé confundiéndole con Billy Corgan, el cantante de los Smashing Pumpkins. Aún me preguntó que pensaría Nicky al ver a un tipo con barba de Papá Noel y una gorra de los Yankees como la de Nieto Jurado, sin parar de gritarle: «Eres el mejor, Billy. Tú eres el mejor».

Lo de dentro fue lo de menos. Lo de después, una fiesta como de estudiantes de Farmacia pero con un anfitrión en cuya tarjeta ponía que era Vicepresidente de Microsoft. O quizá fuera IBM, da igual. Terminamos en un antro de jazz en Bleecker Street, donde un camarero me dijo que era de California y yo le dije que esa me parecía, sin duda, la parte de Castilla más estimulante. Había ganado algo de dinero en Las Vegas y lo quemaba como si fuera el heredero del trono de un país corrupto, así que, durante algunas noches viví la vida del Village como si se me escapara de los dedos. Fueron noches para no olvidar, pero la verdad es que ya se me están olvidando. Lo que nunca podrá borrarse es esa sensación de estar en el centro del mundo y de ser feliz, feliz de modo exagerado, casi insolente, como si eso fuera lo normal y aquella Navidad no fuera más que una de las muchas que la vida tuviera reservadas para mí en Nueva York.

Por supuesto no he vuelto. Después de eso pasaron muchas cosas, la mayor parte de las cuales ya no importan y la otra puede que jamás lo hicieran. Este año lo comencé en Pedraza abrazado a una mujer y lo termino en mi cama abrazado a un virus mientras miro un móvil que la sitúa en el aeropuerto de Chicago. El virus se irá. La mujer volverá. Lo que no vuelve es el tiempo perdido, así que me he prometido que lo de Nueva York no pasa de este año.

No es nostalgia, solo que me parece absurdo fingir que se trata de una noche más: es otro año lo que se nos va. Y no sabemos cuántos nos quedan. Hay que vivirlo y, sobre todo, hay que escribirlo. Aunque reconozco que algunos días también mataría por un relator.

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