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ABC Cultural

Las mentiras de Kissinger culpando al Imperio español de la falta de democracia y riqueza en América

El capítulo tercero del informe redactado por la comisión Kissinger afirmaba que «durante los tres siglos de dominación colonial española, aproximadamente de 1520 a 1820, el sistema político centroamericano era autoritario y la economía era explotadora»

Muere Henry Kissinger, figura central de la política exterior de EE.UU. en el siglo XX

Entrevista Kissinger-Pinochet (1976).
César Cervera

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Henry Kissinger, fallecido a los 100 años, jugó un papel clave en las relaciones con el régimen franquista y el paso a la Democracia. El entonces secretario de Estado no tenía muchas esperanzas en el futuro democrático de España ni en la capacidad de liderazgo del Rey Don Juan Carlos, pero necesitaba que el sur de Europa permaneciera estabilizado a cualquier precio. Además, la sombra de su mano se dejó sentir una y otra vez en los distintos golpes (por ejemplo, contra Salvador Allende en Chile), interferencias (fue artífice del Plan Cóndor, un operativo para perseguir a los opositores de las dictaduras de Argentina, Bolivia, Brasil, Paraguay y Uruguay) y decisiones que EE.UU. tomó en Hispanoamérica.

Fue una personalidad imprescindible para comprender el mundo hispánico que, como tantos de su generación, vivía y respiraba cargado de tópicos sobre la historia de España.

En 1983, Kissinger vinculó en una comisión presidida por él en el senado estadounidense las carencias democráticas y la desigualdad de varios países hispanos con la tradición española, lo que motivó una protesta, más bien tímida, del Ministerio de Asuntos Exteriores español. El ministro Fernando Morán describió como «profundamente injustos» las conclusiones del texto. El informe venía a justificar el retraso económico que vive la región iberoamericana respecto al gigante estadounidense en razones históricas y en la naturaleza católica y española de sus estructuras políticas.

Concretamente, en el capítulo tercero del informe redactado por la comisión presidida por Kissinger, dedicado a una visión histórica de Centroamérica, se afirmaba que «durante los tres siglos de dominación colonial española, aproximadamente de 1520 a 1820, el sistema político centroamericano era autoritario; la economía era explotadora y mercantilista; la sociedad era elitista, jerarquizada y compuesta esencialmente de sólo dos clases muy diferenciadas, y tanto la Iglesia como el sistema educativo reforzaban los patrones del autoritarismo. El período colonial tampoco facilitó las posibilidades para una experiencia autónoma de gobierno; la vasta población indígena nunca fue integrada a la vida política de las colonias».

Un planteamiento típico del supremacismo anglosajón que heredó EE.UU. en su papel de centinela del Nuevo Mundo. Desde la fobia contra lo español se consideraba que México, Perú y las repúblicas herederas estaban infectadas de los peores vicios de la Europa latina y podían (debían) ser intervenidas con espíritu civilizador. Una idea que, además, ha venido al pelo a una cantidad interminable de políticos populistas de hispanoamérica que han necesitado una cabeza de turco para justificar sus fracasos más recientes.

Desde la fobia anglosajona contra lo español se consideraba que México, Perú y las repúblicas herederas estaban infectadas de los peores vicios de la Europa latina

El propio presidente de México, López Obrador, ha negado en reiteradas declaraciones que el origen de la corrupción crónica de su país se debe a la cultura nacional, «algo absurdo y ofensivo», sino que para ver «cómo empieza» hay que remontarse a la misma llegada de Hernán Cortés. España, y solo España, es responsable de todos los males de México según estas tesis.

No obstante, culpar dos siglos después al Imperio español de lo que le ocurrió a sus herederos tras su desaparición es como responsabilizar a los romanos porque su caída sumió a Europa en el caos. La historia ha demostrado que cuando faltan estados fuertes, capaces de crear prosperidad y fomentar el comercio, esto es, la asociación entre regiones y la creación de puentes y caminos, se sucede un periodo de inseguridad, de fragmentación y de lucha hasta que vuelve a ponerse todo en orden.

Que Iberoamérica siga aún hoy inmersa en esa desunión, jaleada por los movimientos indigenistas y el enfrentamiento ideológico, tiene poco que ver con un imperio que creó caminos, hospitales, puentes, universidades y fundó ciudades a un ritmo desconocido desde tiempos de la Antigua Roma.

El caos tras el imperio

Ni la raza ni ser de una religión concreta sirven habitualmente para explicar el retraso de una región respecto a otra. Buen ejemplo de ello es que el norte de Italia es mil veces más rico que el sur y, sin embargo, igual de católico. O que el estado alemán de Baviera, de mayoría católica, es hoy una de las regiones más ricas de Europa. En la propia Hispanoamérica, no todos los países gestionaron igual de mal el desorden que siguió a la caída del Imperio español. Argentina consiguió ser a finales del siglo XIX una de las economías más potentes del mundo y hasta ocupó el puesto número uno en el ranking de PBI per cápita en los años 1895 y 1896.

Postal del siglo XVIII de cómo era la Ciudad de México. ABC

Eso sin olvidar que en tiempos previos a la independencia, los territorios hispanos en América gozaban de mayor pujanza que los del norte. Hacia 1800, solo la ciudad de México albergaba a 137.000 almas, cuatro veces más que Boston y más grande que la suma de Nueva York y Filadelfia. El país contaba en ese momento con los recursos económicos, demográficos y culturales necesarios para alzarse como una gran nación, incluida una red de caminos que los estadounidenses emplearon en su contra durante las sucesivas guerras.

Desde la capital de Nueva España, que no tenía rival ni en el terreno cultural ni el científico en todo el continente, se administraba un territorio gigantesco y rico que iba de Panamá a California y de Florida a Filipinas. La arquitectura barroca de la urbe, conexión entre tres continentes, no admitía comparación. Cuando el viajero prusiano Alexander von Humboldt pisó sus calles en 1799, no le quedaron dudas de que estaba por encima de cualquier urbe en el norte o sur del continente.

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