¿Error histórico o relato ideológico?
Lo que no te cuenta Ernest Urtasun: así fue la verdadera muerte de Miguel Hernández
En contra de lo que ha afirmado el ministro de Cultura en las redes, el poeta no fue asesinado, sino que murió de tuberculosis
Urtasun afirma que el poeta Miguel Hernández fue asesinado y en redes le corrigen: «Murió de tuberculosis»
Segunda vez que arremete contra la realidad histórica el ministro de Cultura, triste forma de reescribir la Historia. Ernest Urtasun ya afirmó el pasado septiembre a través de X (antigua Twitter) que el régimen franquista sabía que «la obra de Miguel Hernández es indisociable de su compromiso político», y que «por eso lo asesinó». De poco valieron las críticas a su persona. Ahora, unos pocos meses después, el político vuelve a estar en el corazón de la polémica al haber insistido en su error a través de la misma red social: «Hoy rendimos homenaje a quien fue asesinado por transmitir sus ideas».
La realidad es que el poeta no fue asesinado. Miguel Hernández fue detenido y trasladado de prisión en prisión hasta que una tuberculosis acabó con su vida el 28 de marzo de 1942. Una enfermedad que las autoridades franquistas no le trataron de forma adecuada, eso desde luego.
De cárcel en cárcel
Arrancó el triste camino a la muerte del poeta a finales de abril de 1939. Fue entonces cuando un Miguel Hernández sin refugio ni trabajo se propuso viajar a Portugal para escapar de la represión. No llegó lejos. En Santo Aleixo vendió un traje y un reloj que le había regalado su amigo Vicente Aleixandre. Parece ser que fue el comprador quién le denunció a la policía de Salazar. Y de ahí, a su detención el 4 de mayo de 1939. No tardó en ser trasladado hasta la prisión de Huelva para, después, pasar a Sevilla primero, y a Madrid después.
Miguel Hernández salió de la cárcel el 15 de septiembre, pero solo para volver a ser encarcelado una semana después y dar con sus huesos en la prisión Conde Toreno de Madrid. Ya no volvería a paladear la libertad. El 18 de enero de 1940 fue condenado a muerte por «adhesión a la rebelión». Contra él se argumentó que había combatido en el 5 Regimiento de Milicias y que había pasado más tarde al Comisariado político de la Brigada de choque. Así lo confirman los periodistas de ABC Pablo Muñoz y Cruz Morcillo en su reportaje 'Los últimos años de Miguel Hernández a través de su expediente penitenciario'.
Faltarían páginas para enumerar las vicisitudes que padeció en los diferentes reformatorios y prisiones por las que pasó Miguel Hernández. Baste señalar que se hallaba en una cárcel madrileña un día de tal calado como el 25 de junio de 1940. Aquella jornada se le conmutó la pena por «la inferior en grado». En la práctica, pasó a sumar treinta años de reclusión. Las súplicas de grandes amigos y escritores como José María de Cossío fueron claves para ello. De allí fue llevado a la prisión de Palencia, donde recuerdan que afirmaba que «no podía llorar porque las lágrimas se congelaban por el frío».
Tuberculosis
A su última parada llegó en junio de 1941: el Reformatorio de Adultos de Alicante. Allí fue donde murió nueve meses después a consecuencia de la tuberculosis pulmonar que padecía; una enfermedad que se agravó por las pésimas condiciones de aquella cárcel. Su amigo y también reo, Joaquín Ramón Rocamora, afirmó años después que el poeta se apagó lentamente en su reclusión. Acabó postrado en la cama, supurando un pus que empapaba las sábanas. Suspiraba Miguel Hernández por un traslado hasta un lugar en el que le trataran los médicos, sabía que era su única esperanza, pero no le sirvió de nada.
De esta guisa pasó sus últimos días, como explicó el propio Rocamora: «Apenas hablaba, ya no podía, era como un ronquido; cuando movía los labios salía como un ronquido; y los ojos abiertos, los tenía siempre abiertos, y me miraba, siempre me miraba; los pies y las piernas no los movía, no podía moverse [...]; nombraba a su madre, a su mujer y a su hijo, siempre los nombraba...».
La recta final camino al más allá la acometió el 17 de marzo de 1942. Según afirma su biógrafo, José Luis Ferris, en 'Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta', fue ese día cuando una nota cursada desde el reformatorio de Alicante comunicó al director general de Prisiones la necesidad de trasladar al reo a un hospital. «Para entonces, el poeta estaba ya prácticamente desahuciado por los médicos. Todo el personal sanitario de la prisión […] podía sentirse tristemente orgulloso de haber vertido sus esfuerzos, no ya en salvar la vida de Miguel Hernández, sino al menos de proporcionarle una asistencia digna aquellos últimos meses de calvario», explica el autor.
La respuesta llegó el 21 de marzo: «Se autoriza el traslado del recluso». Pero nadie se atrevió ya a mover aquel cuerpo. «El doctor me dijo que ya no tenía remedio», desveló la esposa del poeta. Seis jornadas después, su mujer y su hermana le hicieron una visita. «Esta vez no me llevé al niño, y me preguntó por él. Con lágrimas que le corrían por la mejilla me dijo varias veces: 'Te lo tenías que haber traído'. Tenía la ronquera de la muerte, yo le toqué los pies y los tenía fríos y con rodales negros», escribió la primera.
Murió a las cinco y media de la madrugada siguiente, a la vera de Rocamora. Él le abanicó y le limpió el pus que todavía supuraba. Contó su amigo que una de las últimas frases que le escuchó fue acordándose de su esposa: «¡Ay, hija, Josefina, qué desgraciada eres!». La defunción se hizo oficial de la mano del jefe médico mediante un parte reglamentario: «El recluso hospitalizado en esta Enfermería, Miguel Hernández Gilabert, [ha fallecido] a consecuencia de Fimia pulmonar según me manifiesta el médico auxiliar recluso. Ha recibido los Auxilios Espirituales. Dios guarde a Vd. muchos años. Alicante 28 de marzo de 1942».
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