Viajar en avión a las Antípodas con un niño de 3 años
Juan Fernández-Miranda narra en este artículo la desafiante aventura de tener como compañero de viaje a su pequeño retoño en un espacio de 2 metros cuadrados durante 15 horas con destino al otro lado del mundo
Viajar al extranjero con hijos menores tras el divorcio: ¿qué se necesita?
![El pequeño de 3 años muestra curiosidad por todo lo que le rodea cuando la comida ya no resulta un atractivo](https://s1.abcstatics.com/abc/www/multimedia/familia/2023/12/22/apeque-RCupUs4YxbAy7tBARonPQuI-1200x840@abc.jpg)
Viajar en avión de Madrid a Sidney con un niño de tres años es una operación de alto riesgo. Puede ser un thriller de acción sin que sea necesario que te lo secuestren, como en la película de Jodie Foster, aunque en algún momento ... esa posibilidad te pueda llegar a parecer apetecible: «Ay, si lo raptaran un ratito». ¡Pero qué clase de padre eres, eso ni en broma!
Alguien dijo que los padres que viajan lejos con sus hijos pequeños son unos egoístas, que lo hacen por ellos y no por los niños. Típica frase del que solo viaja al pueblo. No sólo no es egoísta, sino que es educativo aunque luego no se acuerde. Y, además, exige grandes dosis de generosidad porque si no quieres darle el viaje a las 300 personas que te acompañan en el avión debes estar dispuesto a currártelo y, además, tener un plan. Un buen plan.
Eso es. Para afrontar un viaje al otro lado del mundo con un niño hay que estar preparado, no dar un paso en falso y no desperdiciar las oportunidades. El viaje consta de dos vuelos: para hacerlo más llevadero hemos metido noche de hotel en medio, de modo que esta historia va del segundo avión: quince horas del tirón para las que es fundamental gestionar los imprevistos y en las que el padre y la madre deben estar perfectamente coordinados. Lo de poli bueno poli malo, pero en dos metros cuadrados. Una vez leí un tuit de unos padres cursis que habían preparado paquetitos para los asientos de alrededor: un dulce, un dibujito del niño y un mensajito pidiendo paciencia. Qué detalle, emocionante. Un amigo que hace estos viajes a menudo me advirtió:
-Menuda chorrada, eso puede valer para un viaje de dos horas con un bebé. Pero cuando te enfrentas a quince horas con un niño pequeño es contraproducente: es ponerles sobre aviso.
-¿Sobre aviso de qué?
-De que algo va a pasar, de que en algún momento tu niño la va a liar. Es mejor que durante un rato el resto del pasaje viva en la ignorancia. En serio, déjate de chorradas y céntrate en el niño: diseña un plan y no intentes controlarlo todo. No podrás -concluyó con los ojos inyectados en sangre-.
«Vaya, esto no debe ser fácil», pensé.
Tres pistas anuncian la dificultad de hacer un viaje tan largo con un niño tan pequeño. La primera es a la hora de subir al avión. En el aeropuerto todo el mundo te trata como si fueras el hijo del dueño, las azafatas le saludan, entras con los de 'primera clase', incluso puedes pasar el control de seguridad con líquidos. Qué maravilloso salvoconducto es un nene en un aeropuerto, donde habitualmente solo hay hostilidad se abre un mundo de atenciones. Pero tú sabes que en cuanto pasas mascullan entre sí «pobre pringado, menudo viaje le espera».
La segunda pista
La segunda pista es que en cuanto está todo el mundo sentado, antes de que se ilumine la señal del cinturón, antes de que puedas enchufar una película, las azafatas te entregan un regalo para el niño: lápices de colores, un bloc para pintar y un juego de mesa de Scooby Doo, cualquier cosa para que el nene se entretenga. Se lo agradeces, le dices al niño que dé las gracias -«grachas»- y lo abres junto a él como si fuera el santo grial. Hay que teatralizar bien las distracciones, aunque todos sabemos que el principal problema no es mental, sino físico: un niño de tres años tiene que quemar energía y metido en un avión desde las diez de la mañana hasta las tres de la madrugada no va a ser fácil. Aunque también es verdad que si algo hay en un avión son pasillos. Hago un cálculo: para correr lo que corre habitualmente tiene que ir de principio a fin del avión 175 veces. No es viable. Hay que quemar energía por la vía mental y hacerle sufrir para que se agote, dándole vueltas a algo no es una opción. Te va a joder el viaje, pero el pobre es inocente. Angelical. De momento.
Tercera pista
La tercera pista es más clara: todos los adultos a tu alrededor te observan con ese gesto torcido mezcla de sonrisa educada y miedo en la mirada. Es el terror de quien no quiere aguantar a los niños de otros. Además, en la vida real eso es relativamente fácil, vivir sin niños de los demás, solo hay que proponérselo, pero en el avión no. En el avión mandan ellos.
Tú, como padre, conoces a tu hijo y sabes cuantos kilómetros tiene que andar para agotarse (cosas de los relojes inteligentes), pero las leyes de la física son distintas a 10.000 pies. Por eso debes actuar con inteligencia táctica, como el general Pitarch. Adelantarse es una victoria. Lo primero es observar alrededor y averiguar dónde hay más niños. Levantas la mirada: bebé a las nueve, dos hermanitos con gafas a las doce, una prepuber a las dos. Y a las once hay uno de la edad del tuyo: es una oportunidad, aunque tiene pinta de no hablar español. Además, hace un rato que te acabas de percatar de que el nivel de inglés de tu hijo no es como pensabas: le han preguntado «How are you?» y ha respondido su nombre. A la vuelta del viaje reforzaremos el aprendizaje del segundo idioma.
La nena del antifaz
El avión sigue sin despegar. Cuarenta minutos de retraso. Empieza a hacer calor. Primer inconveniente sobrevenido. Cuatro filas más adelante una niña empieza a saltar en su asiento mirando hacia atrás y con el antifaz de vuelo en la cabeza mientras canta una canción en un idioma que no identifico. Busca a alguien que le haga caso, y logra atrapar la mirada de un señor dos filas detrás, de mediana edad. Tiene pinta de no saber tratar con niños y se lleva el índice a la boca pidiéndole silencio. Pobre incauto. El avión aún no ha despegado y esa niña ya está hartita a pesar de que sus padres llevan semanas diciéndole que «vamos a volar a Australia en un avión muy grande que va por el cielo». Seguro que le han contado la maravilla de dar la vuelta al mundo y todo eso, y seguro que lo han hecho genial, pero el avión sigue en el suelo y la niña ya está hasta el moño. Y el señor de detrás también, aunque disimula. Yo me di cuenta de que el niño no entendía nada de adónde íbamos cuando en el mostrador de facturación le preguntaron: «¿Y qué vas a hacer en Australia?» y el nene respondió: «Ir a la piscina».
La escenita de padres aplaudiendo
Mi niño es más paciente que la nena del antifaz. Venía tan aleccionado que se ha sentado en el asiento él solo y se ha puesto el cinturón. La escenita de sus padres aplaudiendo y diciéndole lo mayor que es resulta bastante patética, pero un buen progenitor sabe que su dignidad es secundaria ante un deber mayor: mantener la autoestima del niño y su buen humor con el objetivo de llegar al destino sin ataques de nervios.
Quince horas nos esperan. El niño se está quedando dormido porque hemos madrugado más de la cuenta. Esto no estaba previsto: el plan era entretenerlo con todo tipo de estímulos el mayor tiempo posible para que tardara en echarse la siesta, de manera que pudiéramos partir el viaje en dos tramos similares. En la primera fase: hacer fuegos artificiales con el despegue (afortunadamente nos ha tocado ventana), un rato con juegos de mesa y pintar otro poco hasta la hora de comer. Y un puzzle de animalitos. Después comer y a dormir. Nada de pelis, dibujos ni pantallas. Este comodín hay que reservarlo para momentos más dramáticos.
Alarma. Lejos de quedarse dormido, repentinamente el niño se ha quitado la camiseta. Tiene los mofletes rosas. Se está asando, y es normal porque hace un calor de sauna o de avión que tarda en despegar. Yo me he quitado los calcetines. Los niños de gafas de las seis se han quedado dormidos. Hay adultos con cara de ir a poner una reclamación. A mí me está empezando a apetecer una cerveza: no sé si es la sed, el calor o los nervios. O el hábito. Las azafatas no saben nada y el piloto avisa: un problema de ingeniería y otro de documentación: suena a trola. Van dos horas de retraso. De momento el niño se sigue portando bien, pero ha detectado a la niña del antifaz. Empiezan a jugar entre sí, cada uno de pie en su asiento. En medio hay nueve personas, víctimas coyunturales de la distribución de asientos. Eligieron mal. La sangre no llega al río porque el comandante sale al rescate: vamos a despegar. Preparamos la escenita: ¡vamos a volar! Pero al niño que hace dos horas se puso el cinturón voluntariamente dice que ahora no le da la gana, y además no acaba de entender por qué tiene que recoger la bandeja del asiento delantero. Así que decide decir que no a gritos, como si lo estuvieran despellejando. Nunca antes ha gritado tan fuerte, con lo educadito que lo tenemos.
En ese momento pienso que los niños gritan por encima de sus posibilidades. No hay nada más ruidoso que un comedor escolar, que es como un patio de colegio pero en interior. El nuestro hace ya tiempo que controla los esfínteres, pero nadie le ha enseñado bien que debe controlar las cuerdas vocales: la mayoría de las veces no hace falta gritar y un avión es una caja de resonancia. ¿A qué edad deja de gritar un niño? A la vuelta se lo preguntaré a la profesora.
Comodín de la autoridad. «Que va a venir la azafata, que ya está viniendo». Accede a ponerse el cinturón. Menos mal. Estamos despegando y yo estoy agotado. Madre mía.
«Cómete todo lo que te pongan»
El despegue ha ido bien. Dado el retraso, las azafatas sirven rápido la comida, nada más despegar. La experiencia ha sido relajante para el niño, que cuando se ha podido quitar el cinturón ha decidido que es la hora de dormir. Encima de mí, claro. Me toca comer incómodo, pero en paz. «¿Chicken or pasta?». Pollo y una peli. Y la ansiada cerveza. Puede que este sea el mejor momento del viaje porque hay algo que estamos dejando pasar: o duermes cuando duerme él o no duermes. En un avión es él quien decide cuando se duerme. En la vida real más o menos también, pero hay algo más de margen.
El niño amanece cuando llevamos tres horas y media de viaje y son las cuatro de la tarde. Le espera una caja de Bugs Bunny con dos albóndigas de pollo con macarrones, tomate y puré de patata. Un quesito minibabibel, pan y zumo de manzana. Un yogur, una chocolatina y una tarta de queso: otra vez Scoobby Doo, menuda mezcla. Y un sobre de ketchup que disimuladamente retiramos. Todo está diseñado para que le guste. La primera vez que viajé lejos en avión mi padre me dijo «come todo lo que te pongan, que nunca sabes cuándo volverán a darte de comer». Supongo que es un buen consejo para la generación de la posguerra, pero si este niño se come todo eso estallará. Lo siento, papá, no te haré caso, está generación vive en la abundancia.
A estas horas creo que comería gustoso incluso brócoli con quinoa. Ha descansado y está tranquilo y en forma. A mí me duele la pierna porque llevo tres horas con quince kilos encima, pero he dormido un rato y su madre también.
Las niña del antifaz llora desconsolada y su padre se le lleva pasillo atrás. Los viajeros adultos piensan si la están despellejando, pero yo escucho esos gritos como un vaticinio de lo que puede venir en las próximas nueve horas. Doy por descontado que ya no dormirá más, tal vez al final. Tengo planeado entretenerle poniéndole Bugs Bunny siguiendo mi dogma de «aprovecha las oportunidades», aunque soy consciente de que no debo quemar gratuitamente el comodín de la pantalla. Cuando su madre acabe de darle de comer daré un paseo con él. Pasillo va, pasillo viene, a ver qué nos ofrece el futuro. Lo malo es que ahora el avión está a oscuras y hace un frío pelón. Además, no sé cómo pero he perdido un calcetín.
Dar un paseo
7:38 horas para destino. El avión sigue a oscuras, a pesar de que llevamos cinco horas y media de viaje y para nosotros son las seis de la tarde. Es lógico, cuando aterricemos serán las 7 de la mañana en Sidney y tendremos todo un día por delante. Más vale que durmamos algo. Bugs Bunny vuelve a la carga acompañado en forma de merienda por Piolín, el pato Lucas y Silvestre. Queso de untar con palitos, un minibrik de zumo y otra chocolatina. Le digo que luego lo abrimos porque él ha comido muy tarde. Me manda a esparragar: no tiene hambre, pero los dibujos captan su atención. Uno de los niños de gafas del otro lado del pasillo empieza a llorar desconsolado, pero el nuestro sigue tranquilo, sentado en el asiento del medio bastante entretenido: cochecitos, pegatinas, pinturas.
En uno de los neceseres que dan a los adultos hay un botecito de crema de manos. Mientras escribo estas líneas el niño se ha hecho con él y se la está untando. La madre frena mi ira: «hoy manga ancha». Tiene razón: el cascarrabias que llevo dentro se hidrata las manos con la crema que el niño ha decidido extraer del botecito. Me llega hasta las muñecas. «Me viene bien», pienso, derrotado.
El niño quiere jugar a que nos hagamos los dormidos. Está cada vez más inquieto, quiere cachondeo. Decido ir a dar un paseo con él. Le parece tan buena idea que empiezo a dudar: facilitarle la posibilidad de salir a explorar es abrir un campo desconocido: pronto acabará queriendo salir solo, es ley de vida. Fallo.
«¿Por qué no llegamos?»
La pregunta del millón llega de forma súbita a seis horas de aterrizar. Es una frase lanzada al aire: «¿Por qué no llegamos?». Urge actuar. El comodín de la pantalla: La patrulla canina, Cocomelon, Pepa Pig. No es fácil ser padre en estos tiempos, el mío jamás vio los dibujos conmigo. Y los de todos mis amigos, tampoco, no había tanta oferta como para tener que supervisar. Más bien era al revés: nosotros veíamos sus películas, y oye, gracias a eso nos vimos siendo niños todos los clásicos: recuerdos especialmente una serie sobre Hitchcock los viernes por la noche y las películas de Anthony Queen.
En nuestro plan había una cosa clara: autorizarle a ver la pantallita era el antídoto reservado para el momento más temido: cuando el niño perdiese los nervios y decidiese gastar gritando las energías que suele consumir corriendo. Creemos que ha llegado el momento, pero sucede algo: una azafata se acerca para ofrecernos un zumo para el nene. «No desaprovechar las oportunidades». Preguntamos si puede ser leche. Trae un vaso frío. Le pedimos que la caliente y se ofrece a hacerlo al baño María. Amamos a esta azafata. La acompañamos a la parte de atrás: el niño quiere estar en los brazos, pero ahora no quiere besos. Los rechaza con unos gritos que parece la niña del exorcista. Por cierto, que la del antifaz no ha vuelto a dar señales de vida. Buen trabajo el de esos padres. Mientras espero veo a dos azafatas vestidas de civil abrir una puerta al lado del baño. Meten una clave, que a la segunda memorizo, por lo que pueda pasar. Al cerrarse la puerta veo unas escaleras que suben. Ahí es donde debe estar el niño de Judie Foster.
"Hemos venido a jugar"
Nos dan el biberón. La combinación con Pepa Pig+oscuridad es una buena apuesta, aunque el vaso de leche no da para llenarlo entero: la cosa va a estar ahí, ahí. Decidimos ir con todo, hemos venido a jugar. Espero que al piloto no se le ocurra encender ahora la luz o tendré que emplearme a fondo, y a pecho descubierto. Cruzamos los dedos.
Nada. Ha engullido el medio bibe y tiene los ojos como platos. Quiere tener el foco de su asiento encendido y ha decidido sentarse y ponerse una peli en la pantalla del avión. Coge los auriculares que le compré la semana pasada para la ocasión, los enchufa y se sienta tranquilamente a verla. Como un paisano. Le tapo con una manta y le pregunto qué está viendo. Me manda callar. Pienso otra vez en lo de manga ancha. Y me callo, claro. Todo por la paz social. A veces pienso que soy un héroe. Otras, recuerdo lo del «hombre blandengue» que decía el Fary.
El niño aguanta tranquilo, pero despierto. No ha perdido los nervios, pero para nosotros ya son las diez de la noche y no quiere dormir. En casa ya llevaría una hora durmiendo. La siesta ha sido larga y no ha quemado casi nada, a pesar de que su madre le ha tenido un buen rato haciendo gimnasia de sillón.
MÁS INFORMACIÓN
Llegamos a Sydney. A pesar del retraso de dos horas en el despegue, hemos llegado sin demasiados sobresaltos, sobre todo para los vecinos de asiento. El señor de delante le ha regalado un chicle y todo. Me temo que el reto va a estar en darle la vuelta al horario siendo aquí las 9 de las mañana y teniendo todo un día por delante sin haber dormido apenas. A pesar de mis temores, tengo la sensación de que este niño, como todos los de 3 años, está feliz cuando está sentado entre su padre y su madre y estos le dedican toda su atención. Aunque sea durante quince largas horas y en dos metros cuadrados a diez mil pies de altitud. Y, al final, el thriller se convirtió en una historia familiar.
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