Vallecas, el barrio obrero que hizo Madrid
BAJO CIELO
Un lugar de contrastes, canalla y añejo, alto y bajo, generoso y del hampa, porque no podría ser de otra manera, ni tampoco menos nuestro
De figuras, fantasmas e inocentes en la Plaza Mayor
Vallecas es a Madrid como el hijo pródigo a Rembrandt. Una zona esencial pero que al mismo tiempo ha mirado por encima del hombro al resto por sureña y chula. Entre el Puente y la Villa siempre han existido tiranteces, pero ahora que ... son lo mismo, les une el estadio del club que les hace iguales y que escriben con k para seguir siendo distintos. Decía Simone de Beauvoir que Vallecas era menos campesino que Tetuán, y que un obrero ganaba entonces de 9 a 12 pesetas por día. Así se entiende aquella frase de Camba sobre el hambre de los españoles, que decía que un inglés come lo que necesita, un francés come lo que no necesita y un español no come lo que necesita. Y es que la posguerra fue en Vallecas un drama de penuria apaisado en casas bajas y talleres de cerámica, vaquerías, fábricas de baldosas y viviendas donde se escondían represaliados.
Al barrio llegaban muertos de hambre de toda España y desde allí subían a la capital a prometerse una vida mejor que poco a poco fueron construyendo sin perder de vista el origen de su viaje. Hoy también alberga tantos acentos que uno no sabe si está en Madrid o en una estación de tren que te lleva a ninguna parte. Pero así se mantienen las raíces de un lugar que al final es la estación de llegada de tantos.
Al cruzar el puente, el pollo frito parece haber sustituido al pavo en Nochebuena, y subiendo por Martínez de la Riva, el mercado de abastos va muriéndose por las puñaladas de 'Mercadonas', 'Días' y cosméticos para teñirse el pelo. Aguanta estoica la carnicería de Mariano Martín, donde empaquetan lotes de corte de vaca, cerdo y pollo para todos los bolsillos. Peña Gorbea es la plaza añeja que acoge la feria del libro, y entre sus escaparates hay más locales de estética y peluquerías que en cualquier otro metro cuadrado de este Madrid al que siempre le ha gustado aparentar.
Si uno se desvía de las calles principales puede toparse con el susto de precintos en planta baja. Algunos utilizan los barrotes de acero para que no les vuelquen y son muchas las fachadas que, de noche, despachan vicios en narcopisos que se mudan al de al lado en cuanto se les va de las manos. Sierra Bermeja es el ejemplo de ayer y hoy. Al principio sigue luchando por ser bajita mientras que hacía arriba, los edificios nuevos construyen vidas hacia dentro de la manzana, con su piscina y sus vistas al patio interior.
Cada vez son más los adinerados que compran antiguos talleres para hacerse viviendas enormes con tripas afuera, que les permite tener techos altos y espacios diáfanos. Las antiguas yeserías están dejando adosados cerca de Palomeras Bajas, porque la ciudad va comiéndose todo lo que linda a medida que los precios van echando del centro a los hijos de sus padres.
En la calle de Peironcely sigue en pie el único edificio de cuando las bombas arrasaron Madrid, aquel que Robert Capa inmortalizó en 1936 cuando Chaves Nogales escribió aquello de «en el casco de la ciudad las bombas de los aviones hacen carne siempre».
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Esta zona de Entrevías resume a la perfección el ayer y hoy de un barrio que, cuando brilla el sol es cálido y de noche, sin embargo, te obliga a tener ojos en la nuca por si acaso.
Las señoras siempre van solas a la compra y llevan lo justo en la cartera para evitarse disgustos, pero al mismo tiempo, en Vallecas se sirve el mejor cocido de Madrid, por obra y gracia de la Cruz blanca de Antonio Cosmen. Esto es Vallecas, un barrio de contrastes, canalla y añejo, alto y bajo, generoso y del hampa, porque no podría ser de otra manera, ni tampoco menos nuestro.
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