BAJO CIELO
Little Caracas, el viejo barrio de Salamanca
Uno se pasea por Serrano o Velázquez y solo escuchará bonora, chamo o chamba, así suena la calle en estos tiempos
Lo del barrio de Salamanca es un éxodo en toda regla. No hay portero de finca que no acuda raudo a las inmobiliarias para avisar de los finados de 'toda la vida' que van dejando en herencia esos pisos enormes que al poco se venden ... a catorce mil el metro cuadrado. Las propinas que reciben son generosas, y del mismo modo que antes leían el ABC porque lo compraban los dueños de la casa (sic Umbral), ahora hacen ojitos cada vez que ven una ambulancia apearse al portal, que les reportará un sobresueldo con denominación de origen caraqueño.
Los tequeños son el nuevo solomillo a la pimienta, no hay restaurante que no los tenga en sus entrantes, como tampoco faltan puestos de venta en el Mercado de la Paz donde hacerse con arepas, queso fresco o guasaca. Uno se pasea por Serrano o Velázquez y si cierra los ojos, además de darse un golpazo, solo escuchará bonora, chamo, chamba, pasapalo o sócate porque así suena la calle en estos tiempos. Según se baja hacia el Retiro la cosa va a peor. Jorge Juan, por ejemplo, hace la ruta diaria de empezar comiendo en marcas registradas para terminar en la barra del Amazónico o el privado, en el que despachan rones prohibidos a sesenta pavos. Hay sitios que aguantan y son exquisitos, como la Trainera de Lagasca o el Babero del callejón de Puigcerdá, pero la gran mayoría cambia tanto de nombre que uno ya no sabe si entra en una discoteca o en un restaurante en el que sabes el palo que te van a dar en cuanto pisas la moqueta recién estrenada.
Estos días son bullicio y comidas de empresa; de noche, las luces de Navidad pintan de parque de atracciones las caras de los viandantes y cuando pretendes ir a un sitio, llegas tarde porque es un nuevo local que no esperará al 24 para ser otro distinto. Es un frenético cambio de ilusiones, unas rotas por la ruina y otras intactas de pretensión. Lo que más se ve son cachorros adinerados que se pasan el día con bolsas de marca, de terraza en terraza bajo un chorro eléctrico que calientan su nada que hacer. Los vecinos que aguantan el cambio de dólares, se refugian en el Milford de Juan Bravo. Ese bar de viejo que fue ruta de los cardenales cuando se llamaba Fleury, mantiene intacto el trato añejo de las cosas bien hechas. El pincho de tortilla sigue siendo el de Casa Dani, aunque en Ortega y Gasset sirven uno en Colissimo que chamusca la cebolla y les hará gozar de gusto.
Antes todo pasaba en Embassy pero también fue víctima de la especulación y ahora las señoras se refugian en Cristina Oria, que es un sitio fabuloso para todo lo que sea llevarse algo a la boca. Los oficinistas se pasean en tartera porque no pueden permitirse los menús de ningún sitio, y muchos de ellos esperan a los repartidores de Glovo para comerse un sándwich mientras sueñan con ser algún día Gordon Gekko. Es un contraste curioso porque son obreros de traje y corbata que fichan veinte horas más horas a la semana que la señora que pide monedas en la puerta del Mallorca, y que te pone cara de tieso si no aflojas. Pronto la veremos cobrar con datáfono.
Lo mejor del barrio de Salamanca es pasearlo de mañana. Aún percibes esa extinta esencia que fue algún día y, mientras se despereza, uno observa las persianas bajadas de los que se acuestan tarde y no tienen prisa por volver a hacer lo mismo. Cuánto ha cambiado la ciudad. Cada día se parece más a Knightsbridge, que para ver un inglés uno tiene que bajarse a algún sótano o desempolvar un loden de algún armario donde vive escondido el viejo del barrio esperando a que esta pesadilla acabe.
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