La poetisa de Barceló
BAJO CIELO
Era una narradora del amor, una mujer que no se dejaba lamentar por la crudeza de su día a día y que no aceptaba la voluntad de la caridad a cambio de nada
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![Fachada del Café Gijón en el paseo de Recoletos](https://s3.abcstatics.com/abc/www/multimedia/espana/2024/10/26/20585314-RUycPCmbtuSIdIgRtdzsRcL-1200x840@diario_abc.jpg)
En los años 80 y 90, una mujer caminaba por el Madrid del centro arrastrando un carro de la compra. Tenía el pelo rubio, tanto, que casi parecía más bien blanco. Su postura encorvada con la cabeza siempre hacia abajo no la dejaba mirar ... hacia arriba porque, en realidad, ese suelo era su propio cielo mientras buscaba dentro de ella otro atisbo de creatividad.
Se la podía ver en las puertas de los cines Roxy, bajando hasta la plaza de Bilbao o incluso por la calle Fuencarral hasta la altura del viejo mercado. Los que no la conocían se cambiaban de acera. Los que sí, esperaban que de ella salieran otras palabras que les hicieran más fácil la vida esta.
Era un Madrid en el que se te agarraban a los parachoques de los coches los patinadores. Algunos se estampaban; otros, te pasaban de lado cuando parabas en un semáforo. Era un Madrid lleno de chutas y pena, pero también de talento, humo, bares y conciertos que llenaban las calles de gente y de tribus urbanas. Un Madrid que tuvo y retuvo el talento de los que no querían irse pero que siempre daba segundas oportunidades.
Una de estas personas era la mujer 'dickensiana' del carro. Ella, concretamente, se dedicaba a escribir. Vendía chistes de amor a veinte duros, no siempre, porque también encauzaba a sus clientes pidiéndoles la voluntad en caso que los veinte duros fuera demasiado caro. Solía pararse a escribirlos en el parque de Barceló frente al Pachá y la sala But de los 'skins' y los 'sharperos'. Allí gastaba parte de su mañana y cuando conseguía tener los suficientes versos para ganarse el jornal, acudía a las colas de los cines y allá donde el comercio funcionase por bullicio.
A medida que la Movida avanzaba y los ochenta mutaban a noventas, el estilo de sus poemas también lo hacía al tiempo costumbrista que respiraba. Era una narradora del amor, una mujer que no se dejaba lamentar por la crudeza de su día a día y que no aceptaba la voluntad de la caridad a cambio de nada.
Los que tengan canas la recordarán, pero también decenas de parejas que se dieron un chusco entre verso y verso de la poetisa de la calle. Y claro, terminó siendo una parte fundamental del paisaje de Fuencarral y del barrio de Alonso Martínez. También paraba en la puerta de la Biblioteca Nacional, Recoletos o la puerta del Café Gijón, mientras dentro, 'Umbrales', 'Celas' y aspirantes discutían si sólo llevaba tilde o solo cuando ellos la pintaban. Si el afilador sonaba el flautín o chiflo, la vendedora de poemas llegaba al grito de «vendo chistes de amor, poemas de amor, «poemas de amor para enamorados». Como si eso de escribir fuera una cola donde dar la vez para ver si por fin la vida te sonreía.
Algunos la llamaban «la Rusa», por su aspecto indistinguible: pelo largo con raya al medio. En verano gastaba sandalias y una falda larga que se completaban con un bañador de señora sobre el torso; en invierno, botas y su escueto cuerpo arropado con una gabardina de color claro indefinible. En entretiempo, el gabán atado a su cintura y siempre calcetines de colores desacompasados y un fular para encubrir un cuello decaído. Algunas veces gorro o boina, pero en general, un cierto decoro desarrapado, prendas de temporadas eternas para apantallar a un personaje innegable, como recién salido de una película de Berlanga o del cuento de los personajes más castizos que ninguno de los plumillas de entonces retrataran.
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Un día en estos 'dosmiles' dejó de escucharse su oferta literaria. Preguntando por ahí me dijeron que se fue de Madrid pero no me lo creo. Cuando quiero recordarla de cerca me siento en alguno de los bancos del parque Barceló, en los mismos que ella usaba para escribir poemas de amor que después los más cortados utilizaban para encandilar a sus parejas.
Madrid le debe una estatua, una placa, un algo que nos recuerde a todos que algunas personas forradas de dignidad pero huérfanas de techo, también se gastaron la vida haciéndole más fácil a otros la suya. La poetisa de centro, la vendedora de versos, la «rusa» que vendía poesía en un Madrid que tiene tanta prisa, que a veces esconde lo que nos hizo mejores.
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