Cañada Real: reserva derecho de admisión
BAJO EL CIELO
El barrio de las injurias no cabe en una ciudad que mira para otro lado; porque ni vende, ni farda, ni se deja hacer de otro modo que susurrando, aceptando que nada es perfecto
Retiro: el barrio donde los 'gatos' se beben la vida
No hay luces sin sombras, ni brillo sin polvo que no se deja levantar. Hay quien considera que su patria es el suelo que pisa, el paisaje que no se extraña de un nuevo derribo, cementerios de escombros, que suma y sigue el Diógenes ... de otro ladrillo roto, de una valla oxidada o un boquete en el suelo que no cicatriza nunca.
El realojo es un runrún, una quimera que vuela en la cabeza de muchos pero que no llega, como el décimo de Navidad que no coincide ni en la fecha del sorteo.
Pero ahí siguen, pues no se está tan mal cuando no se puede estar peor y la alternativa es un viaje a ninguna parte en la que no tienes ni para el billete de ida. Del uno al cinco los sectores de la Cañada Real son de casas bajas y lluvia, naves varadas que fueron y colmados donde se fía hasta el jabón. La dignidad no se rompe, como tampoco el frío de invierno por mucho que este febrero juegue a ser un mayo que se ha bajado dos paradas antes.
Nada es normal y, sin embargo, todo ha sido siempre así. De aquí para allá es lo mío y en donde está el socavón es lo tuyo, pues se parcela la vida en lindes que ni para ti ni para mí pues ya son del otro.
El barrio de las injurias no cabe en una ciudad que mira para otro lado, porque ni vende ni farda ni se deja hacer de otro modo que no sea susurrando, aceptando que nada es perfecto y que hasta el mejor de los hombres tiene un lado que da vergüenza y que oculta de sí mismo. Eso es la Cañada. No se pasea porque se ha ido alejando a una distancia. Suficiente como para que no moleste ni se vea, en ese lugar donde el tiempo se paró antes de iniciar el tic tac del siglo veintiuno.
Seis o siete mil almas habitan lo inhabitable, se quejan del estigma de la droga, pero en algún sitio había que meter a los hombres y mujeres del hollín y la chuta. Primero fue el centro, luego Las Barranquillas, ahora es el sector seis de este paso por el que nadie pasa si no es para conseguir buen caballo, cogollos a granel o base de coca, la antesala de los zombis para volver a la vida, que es en realidad la muerte.
Hay curas, rutas de colegio y motos sin papeles para ir de aquí para allá. Las personas se sientan en sillas de plástico fuera de los chamizos, porque el sol calienta lo que después tanga el frío del hogar.
Hay cubos para las goteras y camping gas para freír congelados, y siempre alguna escoba que devuelve el polvo al campo para que después se cuele por las ventanas sin cristales de esas casas que no se saben encender.
Unos pocos roban la luz del resto, pues enganchan los voltios que necesitan los invernaderos de la hierba, que luego se exportan en camiones porque ahora renta más ser agricultor de THC, que se paga al peso y no te matan tanto que con micras y esos vuelcos con incendio y destierros de un 'Sin City' que en Madrid eligió esta zona para seguir en blanco y negro.
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El aire viene colapsado de la planta de de Valdemingómez, y si sopla el levante uno sueña con estar en otro lado sabiendo que muy pronto despertará para volver a la chatarra y al cobre, al céntimo y al miedo que no sale del cuerpo.
La vida es desigual de nacimiento y en esa lucha de clases no se puede competir con las mismas cartas, ni mucho menos si te impiden la entrada en la puerta porque está reservado el derecho de admisión...
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