REPORTAJE
Santoalla, la aldea de 'As Bestas' de Sorogoyen
LA VIDA TRAS LA MUERTE DE MARTIN
A una semana de que se entreguen los Goya, la mujer que inspiró una de las películas favoritas recibe a ABC. Es la moradora de una aldea en la que el único vecino que tenía asesinó a su marido por la gestión del monte, pero que ella se resiste a abandonar. «Aquí soy feliz», lanza llena de perdón
Margo, en la entrada de la casa que compró con Martin
En el minúsculo cementerio de Santoalla apenas queda un pequeño y maltrecho bloque de nichos. Es un camposanto invadido por arbustos, con crucifijos herrumbrosos salpicados por el suelo, recuerdo de sus últimos vecinos. Ellos pidieron reposar para la eternidad en la pequeña aldea donde ... nacieron, en el corazón del Courel orensano, un lugar olvidado. De sus moradores originales no queda ya nadie. Los mayores murieron y los jóvenes se marcharon, la misma emigración que a finales de los 90 devolvió la vida al pueblo con la llegada de Martin Verfondern y Margo Pool. De Holanda a Santoalla. Hoy los restos de él descansan en el cementerio y ella habita la única casa de la aldea, un diminuto oasis blanco y azul en mitad de un páramo lóbrego de piedra y pizarra. Hasta hace poco, su historia aparecía únicamente en las páginas de sucesos. 'As Bestas' la ha cambiado de sección.
El asesinato de Martin en 2010 sirvió de inspiración a Rodrigo Sorogoyen para su última película, la gran favorita en la próxima edición de los Goya, y que sin embargo no se rodó en los escenarios originales sino en el Bierzo. La muerte de este hombre, que abandonó su país en busca de la desconexión vital que encontró en la montaña orensana, fue primero una desaparición inquietante. Se esfumó una mañana sin dejar rastro, aunque las sospechas ya estaban. Tiempo después apareció su cadáver en el coche, calcinado. Heridas mortales de arma de fuego. La tragedia no arredró a Margo, que permaneció en Santoalla incluso cuando la investigación empezó a dirigirse hacia los Rodríguez, la otra (y única) familia de vecinos de la aldea, y con la que Martin mantenía una disputa por la gestión del monte comunal. De los hermanos Julio y Carlos, sus verdugos, solo el segundo fue declarado culpable de la muerte del holandés. Diez años de cárcel. En el cine, Luis Zahera y Diego Anido ponen rostro a los dos gallegos. En la cinta de Sorogoyen, Martin y su mujer son franceses, y los pinos del monte se han transformado en molinos de viento. Margo puntualiza. «Es más o menos lo que pasó, pero es ficción».
El filme de Sorogoyen, que el propio director entregó en mano a la holandesa en Santoalla, le proporcionó una popularidad que le es extraña. «Yo no he esperado nada de lo que esta pasando, nunca pensé que vendría gente». Y no es fácil llegar allí donde el Google Maps se da por vencido y solo quedan carreteras de un único carril que hielan en invierno y serpentean montaña arriba. En el recoleto cine de A Rúa, en el corazón de la comarca pizarrera de Valdeorras, exhibieron la película con éxito de crítica y público. «Mucha gente la vio como si estuviera contemplando el crimen», explica un vecino, aunque a pocos se les escapan los cambios respecto de la historia real. La cinta tropezó con una realidad, la de los hermanos Rodríguez de nuevo paseando por las calles del pueblo, tras cumplir Carlos la pena de prisión, «que le ha venido muy bien, porque lo ha vuelto más educado». No obstante, «el trato no es el mismo», admiten los parroquianos, «pero la gente no les dio la espalda del todo», a pesar de lo atroz del crimen, ejecutado a sangre fría, de manera premeditada. «No es igual apretar un gatillo en un calentón que matarlo y luego llevarse el coche, esconderlo, quemarlo…». Y convivir a pocos metros de la viuda como si nada hubiera pasado.
Por eso hay quien cree que el vacío hacia los hermanos debería ser mayor. Pero es difícil despreciar cuando la propia víctima no alberga rencor. Margo ve pasar a Julio Rodríguez con cierta frecuencia hacia su antigua casa, donde todavía permanecen los animales a los que sube a alimentar. Suele justificarse diciendo que las vacas no tienen la culpa de los crímenes de sus dueños. Es una entereza que ha enraizado en el pueblo. «Es una mujer como la copa de un pino», murmuran quienes la conocen. Ella admite que, desde la película, hay más gente que se la queda mirando por la calle o en el supermercado, al que acude una vez a la semana, siempre que la nieve no lo impida. Lo revela con una sonrisa. Nunca la pierde. Esta misma mañana le dejaron dos cartas en el parabrisas, solo para darle ánimo y transmitirle buenos deseos. «Yo no creo que sea una luchadora, aunque todo el mundo dice que sí. Yo solo hago lo que tengo que hacer».
Hoy se marcha de la aldea en su autocaravana un matrimonio de Vigo. Por casualidad tropezaron en una plataforma con un documental holandés de hace unos años que narraba el crimen de Petín, «y sentí la necesidad de verla y abrazarla», cuenta la mujer. Margo recibe. «Quieren conocerme, saludarme. Normalmente vienen cinco o diez minutos, y luego se van». Los visitantes «son muy buenos, muy amables», pero a veces «muy mucho». El exceso, ese vicio moderno que convierte un lugar pretendidamente recóndito en un destino turístico 'deluxe'. Peregrinan para contemplar un ejemplo de tenacidad y valor, porque a pesar de todo lo sucedido «yo nunca tuve miedo, lo siento», confiesa.
La viuda de Martin se disculpa por no encajar en el estereotipo, por combatir el cliché esperable de una víctima que querría poner tierra de por medio con el lugar de la pesadilla, huyendo de la soledad. Su lección es otra. «Yo estaba segura de que a mí no me iban a hacer nada». Esta es su casa, la del balcón azul que ya planea arreglar en cuanto el buen tiempo llegue. «Vosotros igual solo veis ruinas, pero para nosotros es un lugar precioso», se excusa en plural. Martin y ella habían empezado a restaurar las viviendas colindantes con la intención de que en el futuro pudieran albergar a espíritus libres como ellos, más interesados en conectar con la naturaleza que en el barullo urbano. El crimen también hizo morir este propósito, parcialmente recuperado con un pequeño parque de tres caravanas en las que se acoge a quien, de forma temporal, se suma a este modo de vida. A unos doscientos metros existe otra cabaña, rehabilitada, donde un voluntario ayuda a Margo en su día a día. Rehúye a los periodistas, son una presencia incómoda para él.
Un corazón azul
Entre tejados desprendidos y ventanas colgando de un gozne, la aldea se resiste a morir. Hay vida en ella. La pueblan las cuarenta cabras que Margo cuida con esmero y que se mueven a sus anchas por las casas en ruinas. La puerta de la mayoría de ellas se cerró hace décadas, pero conservan mensajes de hogar. Un corazón azul pintado en la ventana de una 'lareira' y un baño para visitantes que es casi un mirador al valle. Y en el centro de la aldea la iglesia, de la que aún pende una campana que hace décadas que no resuena. La única llave que se conserva la tiene Margo, última habitante de un pueblo con un futuro incierto. Sobre una supuesta restauración, la holandesa critica que el precio de las pocas viviendas que quedan en pie esté disparado. «No se entiende», lamenta. Por los caminos de Santoalla ya no transita nadie, pero su única moradora asegura que nunca se siente sola.
Aquí no resuenan coches, pero sí la cascada próxima, ebria de agua tras las lluvias del invierno. El paraíso que persuadió a la pareja de holandeses cuando decidieron emprender una nueva vida. Durante años, Martin y Margo buscaron el lugar ideal, al principio en el norte de Portugal y después en Galicia, hasta que recalaron en este pequeño rincón. «Tuvimos suerte», dice ella al tiempo que acompaña la afirmación con unas comillas dibujadas con la mano. Suerte por encontrar el balcón a la montaña que ansiaban; mala fortuna porque en su lucha por permanecer en el pueblo Martin se dejó la vida.
Pasados ya trece años desde que Margo recibió la noticia de que su marido había desaparecido en extrañas circunstancias, en medio de un clima de amenazas y tensiones con los únicos vecinos que permanecían en el pueblo a cuenta de los rendimientos del monte, la holandesa solo sabe mirar hacia delante. Explica que el único condenado no puede subir a la aldea porque tiene una orden de alejamiento, pero no parece preocuparle que la medida se extinga. «No me daña, tengo esa capacidad de perdón, soy así», insiste. Tampoco muestra miedo, nunca lo ha albergado.
No los aparenta, pero frisa los 70 años y la vida en la aldea exige mucho trabajo físico. Cuenta que en una ocasión, arreglando una verja, se cayó y se hizo daño en la espalda. Llamó al médico, que envió una ambulancia, pero el vehículo no podía entrar a la aldea a auxiliarla, así que a punto estuvieron de movilizar a la Guardia Civil, ríe. La anécdota encierra todo el coraje de una mujer que solo busca permanecer en el lugar por el que su marido murió y por el que ella ahora vive. «¿Cuál es la receta, Margo?» «La vida de fuera, siempre haciendo cosas y paseando con los perros. Y nunca ceno, solo cacahuetes, comida poco sana», bromea.
Encuentro con Julio
Margo apura la conversación. Ha concedido algo más de los quince minutos de costumbre. Le espera el almuerzo, seguramente una tarde de lectura bajo el sol de invierno del valle. Y antes de que anochezca, de vuelta a las tareas propias de sus animales. Hay muchas cabras embarazadas, a punto de dar a luz. No sabe si verá la ceremonia de los Goya por televisión, sobre todo porque su aparato solo recoge la señal de dos canales, aunque sí tiene Internet. «No me han dicho nada de ir a la gala», pero reconoce que si así fuera, tampoco tiene claro si se movería de su casa. La despedida es breve, de calidez protestante. Margo regresa a su hogar, el que fue de Martin, «al que recuerdo todos los días». «¿Eres feliz? Sí, mucho», confirma.
Los periodistas bajan de la montaña y en una pista angosta se cruzan con Julio, que sube a alimentar a sus animales. La anormal normalidad de Santoalla. Víctima y victimario. Como para no hacer una película.