Meryl Streep pone a Murakami a meditar (y Oviedo se blinda en los Princesa de Asturias)
La actriz trufó su discurso de referencias españolas (Lorca, Picasso, Penélope Cruz), y defendió que la actuación es el arte de ser otro, de habitar identidades que no son la propia
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A las cinco menos diez de la tarde, en los soportales que miran al Hotel de la Reconquista, en Oviedo, un hombre agarrado a su cerveza (ni la primera ni la última, seguro), dijo: «He recorrido medio mundo, pero mi tierra es Asturias, y tiene ... que ser así, con agua». Se alejó con su visera, lo mismo de verano que de invierno, y de pronto se abrió el cielo como se abren las aguas cuando alguien llama a la puerta. El tiempo también tiene su sentido del humor, y sus caprichos, tantos que las nubes no pararon de jugar con la esperanzas en lo que las estrellas iban saliendo dirección al Teatro Campoamor. Meryl Streep («¡Meeeryl!», gritaba una niña, al borde del colapso) salió sobre seco, igual que Murakami y la Familia Real: afortunados.
Antes, uno de los invitados hizo el paseíllo móvil en mano, como si no se creyese el gentío, las gaitas y demás trucos de magia asturianos. Hay que imaginárselo enseñándole el vídeo a todo su árbol genealógico… La multitud primero aplaudía y después preguntaba: «¿Y ese quién es?». Era un público muy agradecido: «¡Guapa!». Y luego: «Van Damme, ese sí es el hombre más guapo que he visto en mi vida». Surrealismo o barbarie.
Las líneas de curiosos se iban formando y deformando con la lluvia y los paraguas. Hubo roces, nada raro, pero una señora encontró la solución para lograr la paz mundial, o al menos ovetense. «Tú estírate para arriba y yo para abajo y arreglamos bien». Esa misma mujer le preguntaba a Rosa, su amiga: «¿Y a estos policías de dónde los traen? Tantos en Oviedo no hay». Y Rosa: «Ayer estaban los helicópteros patrullando por encima de mi finca». Toda fiesta es, a la vez, una fiesta de la seguridad, y por tanto de la incomodidad. Mientras registraban bolsos enfrente del Campoamor, una señora voceó: «¡Abran sus cremalleras!».
Los invitados caminaban por las calles entre el andar y el correr, deseosos de encontrar techo. Ya en la ceremonia, Eliud Kipchoge, mito del maratón, galardonado de Deportes, aseveró desde el atril: «Un mundo que corre es un mundo feliz». Claro que el miércoles a Murakami le preguntaron por Asturias y soltó: «¡La comida es buenísima!». Y costaba encontrar una cara de felicidad mayor en la ciudad, en el país, en el planeta. En la ceremonia, por lo que sea, porque él es así, el escritor no dio discurso alguno. Solo hizo gala sus pasos parsimoniosos, casi levitantes.
En una edición sin intelectuales centroeuropeos, como bromeó un periodista, Meryl Streep trufó su discurso de referencias españolas. Empezó con Picasso («Imitar a los demás es necesario. Imitarse a uno mismo es patético»), siguió con Penélope Cruz («No puedes vivir tu vida mirándote a ti mismo desde el punto de vista de otra persona») y terminó con Lorca y 'La casa de Bernarda Alba' («Pero las cosas se repiten. Yo veo que todo es una terrible repetición»). Estaba perorando sobre la empatía y la necesidad de ser otro, cargándose con un par de frases esa cosa de la apropiación cultural, que es lo contrario de la actuación. Murakami cerraba los ojos mientras la escuchaba, meditando. Sus palabras pesaban mucho, muchísimo.
Si Nuccio Ordine hubiese estado aquí, todavía, habría mencionado a Albert Camus. En las notas que estaba preparando para su intervención también tenía una cita de Oscar Wilde: «Un mapa del mundo que no contenga el país de la Utopía no merece ni siquiera que le echemos un vistazo». Quería una tarde optimista, y en parte lo fue. Quién sabe qué hubiera querido la historiadora y díscola Hélène Carrère d'Encausse, fallecida en agosto. Al escenario subió su hijo, Emmanuel Carrère, que no dijo nada pero lució pelazo. O algo así.
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A los dos ausentes los recordó el Rey, que cerró su discurso hablando de la paz. Por la guerra, claro.
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