Joseph Mitchell en las entrañas de la Nueva York perdida

De ahí el mito. Cuentan los viejos del lugar que todos los días iba a la redacción, «con su elegante sombrero de fieltro (de paja en verano) y una gabardina beige», con aire ensimismado. Se encerraba en su despacho. Unos decían que desde fuera se oía el sonido de su máquina de escribir, que cuando se marchaba de vuelta a casa sus compañeros hurgaban en la papelera para ver qué había escrito; otros, en cambio, recordaban que en su escritorio solo había lápiz y papel. Así se construyen los mitos. En una de las pocas cosas que terminó, y que solo fue publicada hace unos años, una década después de su muerte, decía: «Llevo más de veinte años viviendo en el pasado. [...] Vivo en él la mayor parte del tiempo, tanto como me es humanamente posible».

¿Cuál fue el motivo de este apagón? Quizá una depresión. Las muertes de su madre y de su colega y escritor A. J. Liebling, y después de su esposa, lo sumieron en las tinieblas. También tuvo problemas con el alcohol. O quizá fue víctima de su propia excelencia. El último reportaje que publicó fue 'El secreto de Joe Gould', en la que daba la vuelta a 'El profesor Gaviota', la primera entrega sobre un vagabundo que decía estar escribiendo una 'Historia oral del mundo'. Fue una historia tan extraordinaria que, dicen, nunca encontró la manera de superarse. Habladurías, ya se sabe con los mitos. Otros apuntan a un tercer motivo para ese silencio: el descubrimiento de que, más que periodismo, hacía literatura; en unos cuantos reportajes se inventó personajes, alteró escenas...

Eran otros tiempos. Otras reglas. Otra manera de trabajar, también. A menudo, en lugar de ir a la redacción, caminaba durante horas: por el mercado de pescado de Fulton, por Central Park, por la Gran Central Station... «Mientras volvía a la oficina, me entretuve un poco por el camino y sentí el impulso repentino de tomarme la tarde libre y acercarme a Edgewater para dar un paseo a la orilla del Hudson y respirar un poco de aire puro, para variar», escribió en un reportaje. A menudo perdía días enteros subido a los autobuses de Nueva York. Se mudaba de tanto en tanto para conocer mejor la ciudad. «Cuando la vida se me atraganta, me pertrecho de una guía de flores silvestres y un par de bocadillos y me acerco a la costa sur de Staten Island para dar un paseo por alguno de sus viejos cementerios».

'El fondo del puerto', editado por Anagrama, recupera seis reportajes que Mitchell publicó en 'The New Yorker' entre 1944 y 1959. Ninguno de ellos había sido traducido hasta ahora al español; son los que no entraron en 'La fabulosa taberna de McSorley', que Jus publicó en 2017 tomando como base 'Up in the Old Hotel', el volumen que recoge su obra completa. Quizá no sean estos sus mejores trabajos, pero sí reúnen muchas de sus fascinaciones. «Tal vez no supiera que estaba escribiendo el epitafio del puerto, pero era muy consciente de su frágil condición, tan contraria a las apariencias», escribe Lucy Sante en el prólogo.

Son historias cuyos personajes, todos, «están vinculados de un modo u otro a las aguas que rodean la ciudad de Nueva York», señala Mitchell en la nota introductoria. Por el libro pasean personajes como Sloppy Louie, el dueño de un restaurante de pescado ubicado bajo un viejo hotel abandonado; ratas, porque en Nueva York, «como en cualquier otra ciudad portuaria, abundan las ratas»; las andanzas del patrón de la mayor flota pesquera de la región: «No tiene el menor deseo de acumular riquezas. Se gana bien la vida y con eso le basta. Tiene un barco, un automóvil, una casa con jardín, setenta y cinco libros, una trompeta, una navaja y un traje de domingo, y no se le ocurre qué más podría desear».

Como dice Sante, «del mismo modo que el término 'periodismo' se queda corto para describir su labor, sería del todo inadecuado llamar 'entrevista' a su principal herramienta de trabajo». Llevó la técnica de la ficción al periodismo mucho antes que Tom Wolfe y su banda, y se adelantó a la premio Nobel Alexiévich en la reproducción de largos monólogos. Para él, en cambio, todo era mucho más sencillo. Se trataba de prestarle atención al hombre de la calle, porque «la gente corriente es tan importante como usted, quienquiera que usted sea».