El 92 por ciento de los casos tratados en el Hospital General de Puerto Príncipe son amputaciones de miembros. Una semana después del terremoto, «todos son ya casos complicados», afirman los doctores en la abarrotada planta de traumatología

Una religiosa con una de las damnificadas ayer, en el Hospital de la Paz de Puerto Príncipe / ALVARO YBARRA ZAVALA
Un niño nació ayer en el hospital de campaña de Naciones Unidas, a unos metros de donde los empleados de la morgue intentaban acomodar cadáveres hinchados en los féretros. A pleno sol, a la vista de todos porque ya no despierta curiosidad en nadie, regándolos con chorreones de formol en una botella de plástico. La vida se abre paso a la fuerza en esa orgía de muerte y destrucción, pero también la impaciencia de quienes hoy cumplirán una semana al sol con lo puesto.
Las fuerzas languidecen lentamente ante la falta de alimentos pero la sed irrita, especialmente cuando lo único que se bebe es aguardiente barato, que se sigue vendiendo en la calle por muy poco. Un cóctel peligroso para un lugar donde rebosa la frustración.
El nerviosismo contrasta con la resignación de quienes reciben por fin atención médica, una semana después de que se les desplomarán encima los techos y los muros. «El 92% de los casos que tratamos son amputaciones», sentencia el doctor Robert Guillen, el único cirujano ortopédico que ha llegado en el equipo de diecisiete doctores procedentes de Nueva York. «Veo que no voy a salir de ese edificio en mucho tiempo», dice al lanzar una mirada al ala de traumatología del Hospital General.
A estas alturas la gangrena corre por los cuerpos de los heridos como la descomposición en los cadáveres que la gente ha dejado en las aceras. «Todos son ya casos complicados, la infección se ha extendido, hay muchos fallos renales, el cuerpo empieza a apagar todos los órganos».
Cada camilla que sale del hospital en busca de un hueco para aparcar al herido en la calle tiene una mano palpando una extremidad inexistente. Los que sufrieron heridas en el torso o en el abdomen ya están muertos. No tenían a nadie que los atendiera a tiempo.
El personal sanitario huyó
El médico de la unidad boliviana de cascos azules recuerda estremecido la escena que presenció en este hospital en la madrugada del miércoles, cuando llevó a una niña de 4 años que había rescatado de los escombros. «No había médicos ni enfermeras, todo el personal había huido. Aquello parecía un cementerio, cadáveres por todas partes. La gente dejaba allí a los heridos pensando que los atenderían, pero no había nadie».
Esto es Haití, el país más pobre del hemisferio occidental. «Donde había médicos no había medicamentos, donde tenían antibióticos no tenían anestesia, y donde había personal no había nada con que tratar a los heridos», resumió Stefano Zannini, jefe de la misión de Médicos Sin Fronteras, que esa noche se recorrió los cuatro principales hospitales para evaluar la situación. Sus propias instalaciones resultaron dañadas por el furioso rugido de la tierra.
Mari Rose St Claire permanece apostada a los pies de la cama de su hijo en el aparcamiento del hospital, lavándole en una palangana la única camiseta que tiene. «No tenemos a dónde ir, no nos queda nada». Allí por lo menos tienen un toldo que cubre la hilera de camillas, y aunque nadie les da agua ni comida de vez en cuándo viene un médico a comprobar cómo sigue el niño que se rompió la cabeza, el brazo y varias costillas.
Mientras los políticos de medio mundo siguen llegando a tomarse la inevitable foto, los aviones con ayuda humanitaria tienen problemas para aterrizar. Haití sigue cristalizando las miserias del mundo, incapaz de poner fin a su sufrimiento.