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Así eran los «faeneros»

Los costaleros profesionales siguen siendo los grandes desconocidos de la Semana Santa cordobesa en los años de la posguerra

Día 18/03/2012 - 10.03h

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Se habla poco de ellos, y casi nunca bien. No se los conoce, ni se saben sus nombres ni qué los movía a meterse bajo los pasos. Son los «faeneros», los costaleros profesionales que durante medio siglo —desde antes de la guerra hasta exactamente 1983— llevaron sobre sus hombros las trabajaderas de los pasos que resistieron la invasión de las ruedas en los pasos. Y nunca o casi nunca se les hizo justicia, aunque sus capataces —fundamentalmente los fallecidos José Gálvez e Ignacio Torronteras y los aún vivos, y por mucho tiempo, Rafael Muñoz y Rafael Sáez— sí han recibido diversos reconocimientos.

Los «expertos» de hoy, que no conocieron esa época, dicen que no tenían técnica, que levantaban a la voz y no al martillo, que no ensayaban o que llevaban los pasos «de cualquier manera». Pero tenían fuerza, sin duda: el paso del Cristo de la Misericordia, que actualmente lleva 38 costaleros, lo llevaron ellos durante tres décadas y media con sólo 24, sin relevos y por trayectos mucho más largos en tiempo y espacio que el de ahora.

«Le tenían un gran cariño a las hermandades y una afición inmensa a su trabajo», afirma Rafael Sáez, veterano representante de la única dinastía cordobesa de capataces profesionales digna de ese nombre: su padre, Antonio Sáez Pozuelo (fallecido en 1974) ya fue costalero en la primera salida del Cristo del Descendimiento, en 1938, y la saga continuó con sus hijos Rafael, Antonio y Manuel, y sigue remozada con David Simón Pinto Sáez, contraguía del Señor del Calvario y, junto con su abuelo, de la Custodia de Arfe.

Cobraban por su trabajo, es cierto: 150 pesetas por procesión en 1961, 1.000 en 1975 y 3.000 en 1983, cuando realizaron su último trabajo. «Cobraban, pero algunos trabajaban en Barcelona y me llamaban unas semanas antes para confirmar que venían a salir, y desde luego el desplazamiento les costaba más de lo que ganaban», confirma Sáez, con lo que el motivo económico no era el único ni el principal. Y trabajaban todos los días de la Semana Santa: «Incluso, cuando la procesión terminaba a las tres o las cuatro de la madrugada y el día siguiente era laborable, como los horarios eran muy tardíos, algunos se iban sin dormir a la Lonja y allí descansaban tumbados como podían antes de empezar su jornada laboral», recuerda el veterano capataz.

Carga y descarga

Porque estos hombres trabajaban habitualmente en lugares como la estación de ferrocarril, cargando y descargando mercancías todo el día, o en las Lonjas, haciendo lo propio con sacos y cajas. «Estaban todos los días, durante muchas horas, cargando grandes pesos, porque era su trabajo, y llevar los pasos no les suponía un esfuerzo especial», evoca Sáez. Los ensayos simplemente eran impensables, y sólo durante algunos años se hizo algo parecido con los «faeneros» que llevaron el paso de palio de la Reina de los Mártires, después de que —tras unos años haciéndolo— dejaran de sacarlo los recordados «ratones» venidos de Sevilla, contratados por la hermandad de San Hipólito.

Estos hombres, lógicamente, tenían sus nombres, pero a casi ninguno se le recuerda. Hace unos años la tertulia cofrade La Trabajadera homenajeó al recientemente fallecido Emilio Perea, costalero que fue mu-chos años de la cuadrilla de José Gálvez y después de la de Rafael Muñoz, pero poco más. Sáez recuerda a algunos como Miguel Muriel o Manuel Ramírez, que trabajaron con su padre y con él muchos años, «pero sobre todo —informa con una sonrisa— entre ellos se conocían por sus apodos, como El Loco, Calzonetas, Rastrapinos, uno que se dedicaba a transportar maderas en un carro, el Feo, el Gordo, que era hermano de El Feo…». Y sobre todo, eran buena gente, que tenía muy metida su afición: cuando se acercaba la Semana Santa, mientras el capataz iba configurando la cuadrilla, muchos le decían: «Rafael, mi sitio es mío y que nadie me lo ocupe».

Sus trabajos se formalizaban siempre por contratos escritos, rubricados por el capataz y el hermano mayor o el diputado de procesión, en los que se señalaban las condiciones de trabajo: «La marcha de los pasos será continua y sin más paradas que los naturales descansos. El personal no se saldrá de los pasos más que una vez durante el recorrido. No se permitirá fumar, comer ni beber durante la prestación del servicio. Queda terminantemente prohibido mecer los pasos que deberán ser llevados con la serenidad y el majestuoso respeto tradicionales», dicen las cláusulas de uno de estos contratos.

La única salida que hacían era al terminar carrera oficial, y consistía en una detención —generalmente en la taberna Guzmán, detrás de San Hipólito— para tomarse un medio de vino, que corría por cuenta de la hermandad. También se les facilitaba un bocadillo al terminar la procesión y, si el hermano mayor lo consideraba oportuno, había después otra invitación pero ofrecida de forma particular por el responsable máximo: es lo que permitió que en ocasiones, pasada la Semana Santa, fueran obsequiados en la fábrica de cerveza El Águila, de la que era directivo empresarial el hermano mayor de San Hipólito.

Terminaron su trabajo, como queda dicho, hace casi treinta años bajo el Señor de la Oración en el Huerto. «No creo que vuelva a haber costaleros profesionales como ellos —afirma Sáez con contundencia—, ya no hay gente acostumbrada a la carga, esa fuerza, esa voluntad y esa capacidad de sacrificio ya no se ven». Pero queda de ellos el recuerdo y, al menos, el reconocimiento de que durante varias décadas no todos los pasos de Córdoba fueran llevados sobre ruedas.

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