Curiosamente, nos contaron allí, es esta especie de planta la que forma la duna por la noche, ya que las raíces recogen la arena para captar el agua del rocío y es la misma arena la que la protege de la tremenda luz del día del desierto. Muy curioso ver todas esas montañitas de arena. Pura supervivencia con la adaptación al medio a modo simbiótico.
Tras una pequeña toma de contacto, empezó la emoción de verdad. Yuju. Llegaron las dunas grandes, grandes de verdad. Era como estar en una montaña rusa, duna arriba y abajo con el coche en un paisaje espectacular, en un mar de arena. A mediodía, otra sorpresa: una mesa con ostras y copas con champán, más que un lujo para estar en medio del desierto. Nos pusieron incluso un lavabo portátil para lavarnos las manos. ¡Un nivel!
Tras la comida, contentos seguramente por los efectos del champán, seguimos disfrutando de las dunas hasta llegar a Sandwich Harbour. Allí también hay dunas, pero éstas ya son la pera: levantan unos 70 metros de altura y caen directamente al mar. Impresionante ver estos acantilados de arena. Sandwich Harbour fue una laguna junto al mar, pero en los últimos treinta años la arena y mar se la han ido comiendo, por lo que actualmente queda un trozo de tierra seca de lo que fue un rico ecosistema, al que los flamencos venían a alimentarse. Una pena.
Hay que estar siempre ojo avizor por estas latitudes porque hay fauna muy curiosa. Ya de regreso, pudimos ver algunos chacales y gacelas saltarinas, y por supuesto divertirnos haciendo una carrera por una duna de 100 metros. Parecíamos niños chicos. Anuncio que estuve cerca de la victoria cuando caí rodando cerca de la meta, qué dolor en todo el cuerpo. Fue un día duro, pero mereció la pena. Y tanto.