Destino, las montañas. Objetivo, una visita a los pueblos nómadas de la región y un alto en el Castillo de Babak, un auténtico héroe en esas latitudes. El tal Babak para el pueblo anzari es equivalente a Robin Hood en el siglo IX. Tanto se sigue recordando a esta figura que en junio, cuando se celebra el aniversario de su nacimiento, Kaleybar se echa a la calle y se pone a tope de visitantes.
La policía iraní extrema la vigilancia para templar los ánimos ante un posible caldo de cultivo de corpúsculos con apetencias nacionalistas anzaris. Ya se sabe que no es buena idea jugársela en determinados sitios, por lo que resulta recomendable no caer en medio de ninguno de estos fregados para evitar llevarse un disgusto.
La mejor ruta a pie para coronar el castillo parte del Babak Hostel, un pequeño hotel a las afueras del pueblo que sólo abre cuando hay temporada estival, puesto que en invierno la nieve y el mal tiempo desaconsejan dar ningún tipo de paseo por el monte. Aquí hace frío en condiciones.
La ortodoxia asegura que se tarda unas dos horas en ascender, aunque yo eché tres. Supongo que porque me paré a mitad del recorrido en un pequeño quiosco que un viejecillo mantiene no se sabe para qué, puesto que los visitantes son muy pocos y solo vende té, patatas fritas y refrescos. Además, muy muy baratos para no tener ninguna competencia. Cualquier otro comerciante doblaría los precios, puesto que se puede hablar casi de monopolio. O le compras al viejo o no hay donde comprar. El buen hombre no lo hace. Detalle de calidad.
El ascenso cansa lo suyo, pero merece la pena acceder a los restos del castillo. Son muy decentes, no decepcionan. De hecho, son hasta sorprendentes, llama la atención que se pudiera edificar en un paraje tan alejado e inaccesible una construcción de tal dimensión. La vuelta se hace más llevadera, aproximadamente no toma más de una hora. Lo apropiado es arrancar la excursión al amanecer y luego a la vuelta darse el conveniente atracón de huevos fritos y kebab para reponer fuerzas. Así lo hice.
