Y se trata de un buen amasijo de calles con casa coloreadas, muchas de ellas auténticos palacios con patios interiores de los que lo dejan a uno con la boca abierta. Por fortuna, resulta fácil pasear por ella, ya que la mayoría de las calles están cortadas al tráfico, mientras que las únicas abiertas a la circulación lo están sólo a algunas horas determinadas, y muchas sólo permiten acceso al transporte público. Podrán pasar otras cosas, pero nadie morirá atropellado.
En Cartagena se suceden las esquinas donde uno puede contemplar la vida pasar con un buen jugo en la mano, o una cerveza. Cuestión de gustos. Si bien es cierto que hay que tener cuidado con los carteristas, no se palpa agresividad en la calle. Más bien lo contrario: la gente es dócil y muy dada a la fiesta al aire libre. A rumbear, que lo llaman allá.
Destaca la Catedral, que cuenta con el mayor altar de piedra pintada en todo el mundo, que resulta realmente espectacular. Yo tiré la casa por la venta y me alojé en el hotel spa Casa Pestagua, una auténtica maravilla herencia de un antiguo hacendado español. En su azotea hay una pequeña piscina con burbujas, y climatizada. Impagable el momento atardecer tomando una copa: a un lado el Caribe, al otro las cúpulas de la ciudad vieja.
Tengo que decir que muy mal por Gabriel García Márquez. El escritor, nacido en la cercana localidad de Aracataca, se ha hecho en Cartagena una casa mirando al mar en pleno caso antiguo que rompe con la estética de todas las demás. Un esnobismo en toda regla. Punto negativo para él, con su Premio Nobel y todo.