El obispo de Roma
«La figura y el ministerio del Papa es para la Iglesia Católica una pieza esencial querida por el propio Cristo en orden a la unidad y la seguridad del camino de su Iglesia en la historia»
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A la vista del desarrollo de la historia, podríamos decir que el Señor Jesús, al encargar a Pedro ser la roca sobre la que edificaría su Iglesia, nos regaló una bella rosa con una punzante espina. Digo esto al hilo de la publicación del ... documento titulado «El Obispo de Roma», publicado por el Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, que recoge los múltiples diálogos ecuménicos sobre el ministerio del Papa en respuesta a la invitación formulada por Juan Pablo II en su encíclica Ut unum sint: encontrar una forma de ejercicio del primado de Pedro que fuese aceptable para las diversas confesiones cristianas.
De hecho, la figura y el ministerio del Papa es para la Iglesia Católica una pieza esencial querida por el propio Cristo en orden a la unidad y la seguridad del camino de su Iglesia en la historia. La propia historia muestra hasta qué punto ese designio fundacional, recogido por los Evangelios y no cuestionado en sustancia durante los primeros mil años de cristianismo, ha sido providencial. Sin embargo, es un hecho que esta figura y su función han sido piedra de tropiezo para no pocos cristianos. Como reconocía con dolor Pablo VI, «el Papa [...] es sin duda el más grave obstáculo en el camino hacia el ecumenismo». Con todo, hoy se puede observar en amplios sectores de la Ortodoxia y también del mundo de la Reforma la nostalgia de un principio de unidad como el que representa el Papa. Y no sólo por razones prácticas sino por profundas razones teológicas.
El cardenal suizo Kurt Koch, que ha guiado muchos de estos diálogos, explica que «el modo de ejercer el ministerio petrino ha evolucionado a lo largo del tiempo, en función de las circunstancias históricas y de los nuevos desafíos». No han faltado abusos y confusiones, pero tampoco esfuerzos de purificación y de clarificación. No se debe confundir jamás, como sucedió en algunos momentos, el primado del Papa con el ejercicio de un poder político, ni tampoco con formas de cuño imperial. Todo eso ha sido felizmente superado. Es verdad que la definición de la infalibilidad aprobada por el concilio Vaticano I resulta especialmente problemática, tanto para ortodoxos como para reformados, y ahora se anuncia una posible clarificación sobre su significado y alcance por parte de la autoridad de la Iglesia católica.
Hace algunos años el Patriarca de Constantinopla, Bartolomé I, expresaba el deseo de una primacía «ejercida con humildad y compasión, más que como una especie de imposición sobre el resto del colegio episcopal», como «verdadero reflejo del amor crucificado del Señor, más que en términos de poder terreno». En realidad, en esa dirección se vienen moviendo los papas, al menos desde Juan XXIII en adelante. Quiera Dios que estos diálogos desemboquen en lo que tanto deseó san Juan Pablo II. Con todo, la cuestión no puede aislarse de otras dimensiones de la vida eclesial, y no faltan motivos de alarma en lo que se refiere al reconocimiento de la fe común expresada en el Credo de Nicea por parte de algunas comunidades cristianas. Y, en todo caso, creo que Pedro permanecerá como centro de gravedad indispensable pero también como un punto de contradicción irreducible. Porque como decía Balthasar en su genial obra El complejo antirromano, «la figura de Pedro como tal es imposible, siendo posible sólo posible por la voluntad expresada en los orígenes de quien la instituyó».
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