«¡Els xiquets, els xiquets! ¡Se los ha llevado el agua!»: la DANA arrancó a los niños de los brazos de sus padres

Zona cero de la Dana en Valencia

ABC recorre los lugares devastados por la trágica borrasca en la provincia de Valencia, donde se suceden las historias más desgarradoras

Directo | Última hora de la DANA que ha dejado un rastro de muerte y devastación

La DANA ha dejado más de 90 muertos en la provincia de Valencia EP

«Els xiquets, els xiquets!». A pesar del ruido atronador de la lluvia y de la masa de agua que inundaba las estrechas calles y las plantas bajas de las 'casetas' (el término en valenciano para estas casas de campo), los gritos desgarradores de un ... padre clamando por sus hijos sobrecogieron a los pocos vecinos de la urbanización del Más del Jutge, a unos pocos kilómetros de Torrent. «¡Se los ha llevado el agua!» rugía roto de dolor.

Un grito desesperado que en medio del caos, perdido en el tiempo y la distancia, «no éramos capaces de saber de dónde venía», relatan los vecinos a ABC. «Es el nuevo». Según su relato, la pareja había llegado hace poco más de un año a la urbanización. Una pareja jóven, con dos niños de cinco y tres años. «Los veíamos jugar al fútbol en la calle». Debían ser ellos.

A partir de ahí la historia se sume en la confusión en que miles de valencianos de L'Horta Sud, cuando quedaron encajonados por la crecida del Turia por el norte, el río Magro al sur y, en medio, el barranco del Poyo.

La lluvia, los fuertes vientos y algún tornado episódico pusieron en jaque las comunicaciones telefónicas y apagaron las luces de buena parte de la comarca. Sin luces y apenas conexión a internet, quien todavía conservaba un viejo transistor a pilas era el rey de la información.

«Estaban protegidos allí, pero la crecida derribó la casa»

Paquita

Testigo

Así, los vecinos narran que el padre estaba solo con los dos niños en casa, «su mujer estaba trabajando en Valencia y ya no pudo volver», explica Paquita a ABC. «Estaban protegidos allí, pero la crecida derribó la casa, el padre salió corriendo con ellos en brazos y aunque trató de agarrarlos, la fuerza del agua le arrancó a los niños de los brazos», narra la mujer entre sollozos con tal crudeza y claridad que se asemeja a la pintura clásica de Muñoz Degrain, que en 1912 retrató a una madre que, en medio de la huerta valenciana, trababa de salvar a su hijo de la furia de las aguas desbocadas, sucias y turbulentas, las mismas que ayer. 'Amor de madre' tituló aquella obra el pintor.

Poco sabe Paquita, y el resto de los vecinos, del destino de los niños. Sólo que esta mañana la casa derruida ya no estaba ahí, ni el padre. Ni los hijos. Probablemente formen parte de las más de noventa víctimas que ha reconocido la Generalitat Valenciana, a las que todavía es casi imposible poner nombre y cara. Como otro matrimonio de la urbanización. «Ya eran mayores, y no tenían un primer piso donde refugiarse. La casa se llenó de agua y hasta buceando entraron, pero no los pudieron sacar y ha muerto el matrimonio».

El paisaje de la tragedia Barro, vehículos amontonados y escombros cubren las calles de Paiporta tras la riada Efe

Paquita y su marido se salvaron gracias a que su 'caseta' tiene un primer piso y pudieron refugiarse allí cuando llegó la crecida del barranco. «Nos vino justo, el agua nos tocaba los pies», nos explica sin que los nervios y un incipiente sollozo interrumpan esa franqueza y claridad con narra esa noche. «Me he quedado sin casa, me lo ha destrozado todo, muebles, nevera, tele, todo. Está como para empezar de nuevo, pero ya no sé si con casi setenta años no sé si voy a tener fuerzas» describe su situación. «Aunque todo eso no importa, frente a los pobres que han perdido la vida», añade.

«Cuando empezó a crecer el agua sólo oíamos ¡auxilio! ¡socorro!»

Una vecina

«Fue horrible», añade otra vecina, que también se pudo salvar junto a su marido gracias a la altura de su casa. «Cuando empezó a crecer al agua sólo oíamos ¡auxilio! ¡socorro!, de gente que estaba subida a las farolas y árboles resistiendo la fuerza del agua», nos explica.

«Era una impotencia total, porque no podíamos hacer nada», añade. «Aunque lo peor fue cuando dejamos de escucharles, porque sabíamos que nadie había podido ayudarles. Ese silencio me destrozó», confiesa la mujer. «Desde entonces tengo aquellos gritos en mi cabeza, aunque ya no sé si fueron peor los chillos o cuando la gente dejó de gritar», concluye pesarosa.

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