Viaje imposible al infierno
Nadie puede llegar a Valencia. Los municipios de Torrent, Paiporta y Picaña, zona cero de las inundaciones que han asolado el este del país, están incomunicados por tren y carretera
Directo | Última hora de la DANA que ha dejado un rastro de muerte y devastación
Una DANA mortal deja al menos 95 muertos y daños catastróficos
![Varios conductores aguardan junto a sus vehículos en la V-30 junto al nuevo cauce del Turia durante la mañana de este miércoles](https://s1.abcstatics.com/abc/www/multimedia/sociedad/2024/10/31/chapu-autovia-R3TDItm3IDDRn2iUl8YGk8M-1200x840@diario_abc.jpg)
Uno parte de Madrid camino a Valencia y la normalidad le va abandonando poco a poco, casi sin notarse, hasta que se da cuenta de que circula por la carretera en una perfecta soledad. Entonces sabe que ha pasado algo. Nadie puede llegar a ... Valencia. Los municipios de Torrent, Paiporta y Picaña, zona cero de las inundaciones que han asolado el este del país, están incomunicados por tren y carretera. La A3 es un reguero de gente que espera a que reabra la autovía, convertida también en escenario de la tragedia el miércoles cuando el agua sorprendió a cientos.
«Ahora sigue bajando el agua y lo que arreglan las máquinas, lo descompone al momento el torrente –explica en una cuneta un guardia pertrechado con un cono de luz, dos ojeras de mapache y las últimas briznas de su paciencia–. No sé cuántos coches hay apilados, se habla de 200, ni si van a encontrar gente dentro. No sé cuándo podremos abrir: en seis horas, en un día o en dos». Esta es la historia de un viaje imposible a un lugar que ya no existe.
Partimos desde Madrid camino del desastre con un bloc de notas, una cámara de fotos y un par de botas de agua, como el que se va de vacaciones, pero al revés. La A-3 es la de siempre, la de la Ruta del Bacalao, la de las vacaciones, la de ir a las fiestas de los toros, pero poco a poco se va haciendo extraña y fantasmagórica, y barrunta la desgracia como solo lo permite la soledad de los caminos. Llegado el momento, uno ya solo adelanta a la Unidad Militar de Emergencias y esos tipos barbudos que sacan el brazo por las ventanillas de sus vehículos rojos, grandones y extraños. Llegan desde Zaragoza y desde Madrid y traen orugas subidas en camiones, tractores, todoterrenos con antenas descomunales y otros módulos de rescate que uno prefiere no saber para qué sirven, si son hospitales o cosas peores.
Por la mañana, los militares pararon en la gasolinera de Caudete de la Fuente y se llevaron la comida que pudieron. Allí, Ana Sáez atiende con normalidad aunque si uno se fija, le brillan los ojos y le tiemblan las manos imperceptiblemente. «Soy de Utiel. Ha sido horrible. Ya van varios muertos». Uno de los que menta es un hombre que, según su relato, vivía postrado en silla de ruedas. «Es uno de los Ramos. Vino el agua y la cuidadora lo tuvo que abandonar. Dios mío...» En las gasolineras no para casi nadie, porque más allá no se puede pasar: hay reporteros alemanes, periodistas y camioneros que vagan de un lado a otro por las cunetas. En el Rebollar, el bar parece una feria y 18 personas hacen cola para un bocadillo. Se habla portugués y rumano en corrillos con chancletas, chándal y chalecos.
Cuando uno de los guardias anuncia que no van a abrir, los conductores cruzan el puente hacia el bar del pueblo en busca de botellines. Se agarran de los hombros unos a otros y pegan voces con risotadas en ese jolgorio que por momentos permite la excepción. Aquella mujer acaba de perder un avión a Irlanda, este de aquí lleva palés de cemento y otra más repite como un mantra: «Tengo que llegar. Tengo que llegar». Todos hablan por teléfono. En un Seat León, un matrimonio con un hijo de unos diez años en la parte de atrás espera en silencio con los ojos húmedos y rojos como cuchilladas, y se intuye que en Valencia les espera el infortunio. Cuando el reportero se acerca a la ventanilla y anuncia que es periodista, interponen la palma de la mano sin contacto visual, como cuando a uno le van a limpiar el parabrisas en un semáforo sin haberlo pedido.
![Imagen principal - Las localidades de Paiporta y Picaña, entre los lugares que se han llevado lo peor de la DANA](https://s3.abcstatics.com/abc/www/multimedia/sociedad/2024/10/31/paiporta-valencia-U60534951904JsG--758x470@diario_abc.jpg)
Todo el mundo camina po donde no debe, aparca donde no pueda y deambula a ninguna parte, como las procesiones cuando pierden la guía
Todo el mundo camina por donde no debe, aparca donde no se puede y deambula hacia ninguna parte, como las procesionarias cuando pierden la guía. No hay reglas. La carretera, cerrada a cal y canto a la altura de Buñol, cerca de Chiva, se ha desprovisto de pronto su sentido, pues una autovía cortada es un patio, un descampado con asfalto, el parking de un hipermercado vacío, lo que sea menos una carretera.
Fuera del restaurante, la riada ha debido tocar la fosa séptica y apesta a una mezcla de letrina y sepia a la plancha, pero la gente se queda porque este es el último reducto de civilización. Más allá no hay cobertura prácticamente y se prevé un vacío de trabajos de rescate y cadáveres entre los coches y las piedras.
Todos juran que no se puede pasar, pero todos en algún momento pensamos que merece la pena intentarlo. Quizás por esta pista se llegue a una carretera que dé a un cruce y a una vereda que nos permita llegar a Valencia, la obsesión compartida. Y no. En lugar de limpiar el aire, la riada lo ha embarullado y sobre la devastación se eleva una neblina que podría confundirse con un incendio al atardecer. Poco a poco, en las cunetas y en los campos se aparecen las primeras señales del desastre y el infierno comienza a aparecerse más allá del quitamiedos. Las viñas inundadas brillan como espejos o esteros de San Fernando en un poema de Villalón. La fábrica de cemento ha parado su actividad y el barro ha cubierto el asfalto.
Por las torrenteras el agua ha escupido aleatoriamente piedras, troncos y una c-15 volcada como una cucaracha blanca y muerta. En las curvas de las sierras, cientos de conductores levantan los teléfonos en busca de cobertura y de pistas que no existen. En Siete Leguas, un nativo mira pasar coches con las manos en los bolsillos. Cuando alguien reduce la marcha para dirigirse a él, menea la cabeza en señal de respuesta porque ya conoce la pregunta: «No. No hay manera de llegar».
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