Locus amoenus
Ferias del Libro
Los coloquios y presentaciones deberían propagarse a través de todos los recursos audiovisuales disponibles, para que los lectores acudan a las casetas, que siempre serán el alma de las Ferias del Libro
![Compras en la Feria del Libro de Sevilla en su última edición de otoño](https://s3.abcstatics.com/abc/sevilla/media/cultura/2021/11/06/s/feria-libro-kkdD--1248x698@abc.jpg)
Los ecos de la última Feria del Libro han dejado de reverberar por Sevilla, aunque para el antiguo estudiante escaso de librerías que uno ha sido, no se trata de ningún eco, sino de una ascua que conservo incandescente, como las atesoraban los sapiens de « ... La guerra del fuego» (1981), aquella vieja película ambientada en el paleolítico.
Tuve la fortuna de empezar a trabajar a los 16 años y desde entonces me convertí en un compulsivo comprador de libros, porque los libros siempre fueron para mí más preciados que la ropa, las motos, los coches, las tablas de surf y todo lo que preferían mis contemporáneos limeños. No me considero ni mejor ni peor que ellos, sólo diferente. Sin embargo, mi posibilidad de adquirir libros coincidió la hiperinflación de los años 80, con la consecuente ausencia de librerías y ejemplares suficientes de los títulos que me habría hecho ilusión comprar. Es decir, que podía adquirir libros, pero casi nunca había libros. Y si los había, o no llegaban muchos o los que llegaban eran demasiado caros. Así viví mi propio «Poema de los dones», aunque Dios no me dio la noche borgeana sino la crisis peruana. Por eso, mientras viví en Lima, aguardaba con ilusión las austeras ferias limeñas del libro, porque -de higos a brevas- entre anodinas enciclopedias y «best-sellers» anglosajones, aparecía un autor o un título que me hacía feliz.
Sirva este preámbulo para explicar la magnitud de mi deslumbramiento, cuando asistí a mi primera Feria del Libro de Sevilla en 1985, celebrada en la Plaza del Salvador. El «Síndrome de Stendhal» es lo que mejor podría describir aquel cruce entre patatús, éxtasis y agonía que me dejó traspuesto y comiendo latas de atún durante un mes, porque me pulí mi magro presupuesto de becario en libros. Desde entonces, todas las Ferias del Libro me conmueven, me sorprenden y me deslumbran, porque tras la de Sevilla descubrí la de Madrid y luego la de Buenos Aires y muchos años después la FIL de Guadalajara; lo que no me ha impedido disfrutar de las Ferias del Libro de Tomares y Bogotá, La Rinconada y Frankfurt, Sanlúcar la Mayor y Santiago de Chile, Málaga y Göteborg, Cádiz y Guayaquil, y así hasta llegar a las ferias escolares del libro como la del Buen Pastor y las Ferias del Libro Antiguo de Sevilla o Madrid. Todas me conciernen y me llenan de ilusión.
Durante los más de treinta años que llevo viviendo en Sevilla, la Feria del Libro ha estado en El Salvador, Plaza Nueva, Plaza de San Francisco, Parque de María Luisa y entorno de la Catedral. Podríamos discutir acerca de cuál ha sido su mejor emplazamiento, director o programación, pero lo que no admite discusión para mí es la promesa fascinante de lecturas que ofrecen los libreros y editores que acuden a cada una de las convocatorias. Y lo que más deploro -por cierto- es la desaparición de tantas librerías, a cuya memoria dedico los escaparates semanales de mis lecturas. A saber, Antonio Machado, La Roldana, Montparnasse, Pascual Lázaro, Rumay-Quilla, Truque, Al-Andalus, Repiso, Vitrubio, Guerrero, Lorenzo Blanco, Beta, Babel, Vértice, Oliam, Rialto y Céfiro, por no hablar de las que se han mudado -como Padilla- o evolucionaron -como Aconcagua- o su nombre quedó abolido, como La Casa del Libro de la calle Fernando IV de Los Remedios. En la Feria del Libro ideal de mis ensoñaciones, todas ellas tienen una caseta.
La pandemia nos dejó sin Ferias del Libro, pero abrió en otras latitudes la posibilidad de «asistir» telemáticamente. Para mí, que vivo a caballo entre España y América, supone participar de madrugada en eventos que tienen lugar en México, Perú, Ecuador o Puerto Rico; pero me compensa, porque pienso en los estudiantes que ahora son como uno era antes: un lector urgido de libros, referencias y recomendaciones. La diferencia es que en los 70 y 80, lo digital no existía y lo audiovisual carecía de prestigio. En cambio, ahora los jóvenes se acercarán -o no- a la lectura a través de las pantallas y por eso las discusiones, coloquios y presentaciones deberían propagarse a través de todos los recursos audiovisuales disponibles, para que los lectores se acerquen a las casetas y las librerías, que siempre serán el alma y la esencia de las Ferias del Libro.
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