Reloj de arena
Juan Robles Pérez: la hormiga atómica
Descendiente de los pequeños vinateros de Villalba del Alcor, pasó de las tabernas de altramuces a un restaurante para reyes, artistas, políticos...
Bajo aquella imagen servicial, amable, educada y profesional, se escondía una tenacidad indeclinable y un espíritu de los de antes. De esos que nunca se rendían y era leal a su vocación por estar entre los mejores. Juan Robles, descendiente de ... pequeños vinateros de Villalba del Alcor, donde su padre tenía viñedos de uvas listán y zalema, pasó de llevar tabernas de altramuces, avellanas y caracoles con mosto de Villalba a convertir una calle en un restaurante para reyes , príncipes, empresarios, artistas, políticos y paladares de alta exigencia. Hubiese sido injusto ponerle su nombre a una calle en honor a su memoria.
Porque la que tiene se escribe Álvarez Quintero , pero se pronuncia Juanito. Juanito Robles como todo el mundo lo conocía en Sevilla. En una de esas casas que fue comprando para agrandar poco a poco el negocio, vivió don Ramón Carande , un historiador como la copa de un pino, que dejó en uno de los libros de firmas su gran capacidad para interpretar el pasado y adivinar el futuro. La primera página del libro se quedó en blanco porque, en la otra, lo explicó con claridad premonitoria: queda la primera página libre para que la firmen los Reyes de España , que vendrán con toda seguridad a casa de Juan Robles. Carande solía decir que, si alguna vez sus hijos vendían su casa, se la tenían que vender a Robles, por algo sería.
La vida de Juan, tras dejar los escolapios con muy pocos años y empezar a tapar agujeros ayudando a su padre en las tabernas de las puertas de la Carne y del Osario , estaba condenada a ser una vida ejemplar. Porque fue ejemplo de superación, trabajo, constancia y habilidad. Lo que heredó de su padre cuando repartió en vida sus posesiones entre los hermanos, lo supo invertir en ese sueño que albergaba desde que se puso detrás de un mostrador con una tiza en la oreja y su mujer, Paquita, en la cocina de la casa preparando tapas de guisos caseros para los clientes. Y fue con aquel capital -entonces no se iba a los bancos a pedir dinero, sino a guardarlo- con el que empezó a construir, como una hormiguita atómica , su imperio hostelero, cuya bandera tremolan hoy sus hijos.
Veinticinco pesetas de jamón
Uno de ellos, Pedro, me explicó mejor que el economista Niño Becerra la crisis de Lehman brothers . «Es una tapa de ensaladilla con muchos picos y tenedores para que se la coman cinco amigos». Genial. Tan genial como su padre cuando, Andrés Moro , alias el Moro, anticuario muchimillonario y vecino del barrio, acudía al restaurante y le pedía a Juanito veinticinco pesetas de jamón para comer. Juan lo miraba, embutido en aquella túnica blanca y escondido tras una barba bíblica, para decirle: don Andrés, gástese el dinero en comer, hombre, que su cuerpo se lo agradecerá… Pero el Moro seguía con sus veinticinco pesetas de jamón y encerrado en aquella manzana de la cuesta del Bacalao donde tenía desde muebles de la guerra de Cuba hasta cuadros firmados por pintores del Barroco . Bien es verdad que el Moro las metía gordísimas y tenía a su propio equipo de ebanistas y pintores para convertir el original en copia, sin que nadie lo notara demasiado.
El éxito de Robles es que nunca jamás dio copia. Sino originales por muy dificultosos que fueran. Baste para corroborarlo la broma que le gastaron en directo desde una radio nacional. Lo llamaron de Madrid en nombre de un príncipe oriental que quería conocer y comer en el local. Pero su dieta era muy especial. El príncipe quería dos kilos de hormigas rojas , otros tantos de cucarachas, una serpiente de cuyo nombre es imposible acordarse y cuarto y mitad de saltamontes. Juan fue apuntando lo que le decían. Sin agobio alguno. Le preguntaron que si era capaz de conseguir una dieta tan especial y dijo que no había problemas, que lo conseguía.
Casa imperial japonesa
La broma era una especie de cámara oculta radiofónica y encontró eco en todos los medios más potentes de la época. Pero el queo del príncipe oriental se hizo realidad en una visita a Sevilla, durante la Expo, de la casa imperial japonesa . El pabellón del Sol Naciente aún no tenía terminadas las cocinas y procedía su banquete de inauguración. Le pidieron a Juan Robles el favor de dejar al cocinero del emperador trabajar en sus fogones. Juanito no solo no puso problemas, sino que abrió las puertas a unos profesionales japoneses de los que aprendió muchísimo y que dieron a conocer útiles de cocina desconocidos en nuestras cocinas.
Mucho más conocido fue el postre que la casa, a través de la repostera de la familia, una hija de Juan, creó para la boda de la infanta Elena . Aquel enlace puso a Sevilla de los nervios y a Rafael Juliá a plena máquina para dar un catering en el Alcázar a la altura de semejante compromiso. Juanito siempre alabó a Rafael Juliá, lo mucho que aprendió de él y la nobleza de su persona. Robles colaboró en aquel catering trabajando la repostería.
Jesús Quintero , en cambio, lo volvía loco, que para eso era el loco más famoso de España. Tenía la radio y su casa al lado del restaurante. Y solía encargar la comida en Robles. Un día se adjudicó uno de los reservados para comer con Rocío Jurado y Julio Iglesias . A última hora se echó para atrás y decidió cenar con ambos en la azotea, encima de Radio América. Todavía da repelucos en la casa rememorar aquella noche y la que se lio para subir platos, mantelería, cubertería y menú hasta la colina de Jesús. Juanito nos dejó hace unos meses. El corazón mandó parar y sentado en su sillón lo encontraron los suyos. Se fue sin hacer ruido, en silencio como las tabernas cuando duermen, perdiendo la calle Álvarez Quintero la hormiga atómica que la ganó para el blasón de nuestra hostelería…
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