El paseante

Mentiras y mixtificaciones en torno al mito de Don Juan

Uno de los mitos imperecederos de la literatura universal sufre en Sevilla toda suerte de falsificaciones

Estatua de Don Juan Tenorio en la plaza de Refinadores de Sevilla Raúl Doblado

Conviene salirse de las rutas trilladas para ganar en perspicacia y visión de conjunto. Con la de Don Juan, parece obligado si no se quiere repetir las mil y una mentiras que el tiempo ha ido depositando sobre la figura del burlador de Sevilla ... alterando los colores originales con que lo pintaron literatos y músicos a lo largo de los últimos casi cuatro siglos.

Porque lo primero es dilucidar de la mano de qué don Juan vamos a dar este paseo desmitificador por Sevilla. Sin ánimo de exhaustividad, se vienen a la memoria unos pocos: 'El burlador de Sevilla y convidado de piedra' históricamente considerada de Tirso de Molina, publicada en 1630, aunque algunos especialistas se inclinan por atribuirla a Andrés de Claramonte, pero también la de 'Il Convitato di Pietra', del italiano Onofrio Giliberto, de 1652; 'Dom Juan ou le Festin de Pierre', del francés Molière, de 1665; 'Don Giovanni', de Mozart, estrenada en Praga en octubre de 178; el 'Don Juan', de Lord Byron, de 1819; 'El estudiante de Salamanca', de José de Espronceda, de 1840; el 'Don Juan Tenorio', de José Zorrilla, de 1844; el poema 'Don Juan', de Nikolas Lenau, de 1844; y el poema sinfónico 'Don Juan Op. 20', de Richard Strauss, de 1888, como una traducción musical del poema alemán de Lenau.

El primer escenario de este recorrido pasa por el museo de Bellas Artes, todavía convento de la Merced descalza en el que, a ciencia cierta, se alojó fray Gabriel Téllez en 1616. Sabemos que el fraile durmió en una de sus celdas antes de embarcar en la flota de Indias rumbo a América, concretamente a Santo Domingo, en la isla de la Española, donde vivió un par de años.

Bien pudo conocer de su estadía en Sevilla la historia del burlador tarambana cuyo primer precedente lo encontramos en romances populares como el que Ramiro de Maeztu halló en Riello, donde un joven desafía a la estatua de un sepulcro en una iglesia de Madrid a cenar con él y a punto está de llevárselo a la tumba en la devolución de visita.

Pero el Don Juan que primero se viene a la cabeza es el de Zorrilla, con unos versos de regular factura y peor hilván, pero que gozó de una inmerecida fama en su época y a lo largo de décadas posteriores. El hilo de ese Tenorio -que el profesor Márquez Villanueva creó encontrar en el comendador de Estepa Juan Jofré Tenorio- nos lleva hasta el primero de los escenarios completamente apócrifos: el hospital de la Caridad.

Miguel Mañara no es don Juan Tenorio por mucho que se repita erróneamente. A ello contribuyó enormemente el 'Juan de Mañara' machadiano. Pero hay un evidentísimo descuadre de fechas. La obra de Tirso de Molina se publicó cuando el que llegó a ser hermano mayor de la Santa Caridad y encargó a Murillo, Valdés Leal y Pedro Roldán las pinturas y retablos de la iglesia de San Jorge tenía tres años de edad. Así que podemos seguir tomando por cierto que Mañara regara los rosales de la Caridad, como sugiere la leyenda, pero en modo alguno embriagaron con su perfume al Tenorio.

Pero es en el barrio de Santa Cruz donde la adulteración en torno al mito alcanza proporciones de estafa. Muy probablemente, el burlador de Sevilla no trasegara vino en la Hostería del Laurel en esa primera escena de la que muchísimos serían capaces de recitar aunque fuera los primeros versos: «¡Cuál gritan esos malditos!, ¡pero mal rayo me parta, si en concluyendo la carta, no pagan caro sus gritos!».

Al menos, la plaza de los Venerables conserva un halo verídico. Está documentado que José Zorrilla se alojó en la Hostería del Laurel, que funcionaba a mediados del siglo XIX, y tal vez echó a volar su imaginación para ambientar su obra en la posada donde dormía durante su estancia en Sevilla en 1844. Apenas veinte días le bastaron para completar su creación, a la que incorporó como personajes ficticios algunos de los nombres reales con que había tropezado: Ciutti se llamaba el criado que había tenido en el café del Turco, en la calle Sierpes, y al hospedero que le dio posada en la calle Carmen, Girólamo Buttarelli, también lo incorporó al elenco.

En la plaza de Refinadores se alza la estatua del Tenorio para deleite de los turistas que la fotografían con fruición. Pero es de ayer por la mañana en términos de historiografía hispalense. El escultor Nicomedes Díaz Piquero la realizó hace cincuenta años por iniciativa de una empresa, Arteconsa, que abría oficinas cerca y quiso embellecer la plaza de Refinadores, donde se instaló al año siguiente.

Por cierto, que el balcón de Rosina (de la ópera 'El barbero de Sevilla') bajo el que se arremolinan los grupos de turistas tampoco es auténtico: el edificio de Aníbal González es del primer tercio del siglo XX.

Del convento de la Barqueta en que transcurre la escena más inmortal de la obra de Zorrilla tampoco queda nada. Algunos han conjeturado que fuera el monasterio de San Benito de Calatrava, en la calle del mismo nombre junto a la Barqueta, pero era cenobio masculino por lo que tampoco esa posibilidad queda en pie.

Otros emplazamientos supuestos de la obra dramática están prendidos con los alfileres de la tradición y la leyenda, que mal resisten el vendaval de la investigacion histórica. En la plaza de Doña Elvira, por ejemplo, una placa lo recuerda: «Dice la tradición que en este lugar, antiguo corral de comedias de doña Elvira, tuvo su sede la casa solariega del comendador de Calatrava, don Gonzalo de Ulloa, padre de doña Inés y que la pluma de don José Zorrilla, haciéndose eco de la leyenda, dio vida a la universal obra de don Juan Tenorio». Demasiadas referencias nebulosas para concederle credibilidad.

Por último, la placa en la calle Justino de Neve -homenaje al canónigo mecenas de Murillo- tampoco sirve para mucho más que para conjeturar si allí pudo estar la casa natal del burlador: «Dice el rumor popular que en este lugar del barrio, antigua calle del Chorro, nació un hidalgo sin nadie que le aventajase en juego, en lid o en amores que tocado por la gracia del amor murió y se redimió en Sevilla por doña Inés y que la pluma de don José Zorrilla, haciendo eco de la leyenda, dio vida en la universal obra de Don Juan Tenorio».

Del cementerio ni hablamos. Abrió sus puertas en 1853, nueve años después de la publicación del drama de Zorrilla.

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